Un centinela en vanguardia:
El Padre Mario Borzaga, o.m.i.
(1932 – 1960)
El Padre Mario
Borzaga, o.m.i.
Testigo de Jesucristo en Laos,
Muerto el 1º de mayo de 1960
en Muang Kassy (Laos)
« Yo
rezaba, triunfaba en mis estudios, y soñaba… »
Era activo por temperamento y su físico fuerte
como el de los montañeros. En su ciudad natal se le conocía por su inclinación
a la aventura: le gustaba subirse a los árboles, corretear por las calles con
una bicicleta demasiado grande para él, escalar montañas.
Crecido en un ambiente familiar profundamente
cristiano, sentía atracción por el sacerdocio. Entró en el seminario menor de
la archidiócesis. Recordando aquella época, escribirá: “Yo amaba a Jesús en los
sacramentos, y a María. Rezaba, triunfaba en los estudios, y soñaba...” Cuando
pasó al seminario mayor, su amor por la naturaleza seguía vivo. Gracias a eso, aprendió a observar en
profundidad a las personas y a las cosas; anotaba con regularidad sus
observaciones en su diario.
En una foto muy conocida recibida desde Laos,
se ve a Mario sentado, escribiendo a máquina; la expresión de su rostro refleja
su total concentración y atención a lo que está haciendo. En efecto, escribió
muchas páginas a lo largo de su corta vida misionera: ahora su diario y sus
cartas son un tesoro que nos permite conocer a fondo, además de sus
actividades, su itinerario interior. Sus compañeros de seminario dirán después
que ellos ya eran conscientes de esa creciente profundidad interior; intuían que eso llevaría a Mario a
un compromiso más grande.
Un sueño misionero
Tenía apenas veinte años cuando vino un
misionero a hablar a los seminaristas. Mario lo escuchaba atentamente y tomó
conciencia de que Dios lo llamaba a las misiones extranjeras: su vocación sería
la de un misionero oblato. Los Oblatos, congregación fundada en Francia en
1816 por San Eugenio de Mazenod, enviaba
misioneros a varios países.
Para realizar esta vocación, Mario comprendió
que tenía que cortar con los estrechos lazos que lo unían a su familia y a sus
amigos. En este sentido comenzó dando el primer paso al iniciar el año de
noviciado en 1952. Lo define así: “Es un año en el que pone a prueba la
posibilidad de darse completamente al Señor. Es un año durante el cual uno se
entrena a renunciarse, a vaciarse completamente de sí mismo, como se vacía una
papelera, sin quejarse.”
Después Mario se prepararía para la vida
misionera mediante varios años de estudio. Durante ese tiempo tenía una meta
espiritual precisa: transformarse lo más posible a imagen de Cristo sacerdote,
víctima y apóstol. Quería conseguirlo gracias a la Eucaristía y a María
Inmaculada: la Eucaristía como pan partido, fruto del sacrificio de la Cruz, es
decir del amor; María Inmaculada, porque ella dio Jesús al mundo. Mario quería
imitarla hasta el punto de llegar a ser misionero como ella y portador de
Cristo Salvador. Desde ese momento, el pensamiento del martirio ya estaba
presente en su espíritu.
En 1957, Mario fue ordenado sacerdote. Fue una
fiesta hermosa para su familia, su parroquia.
Ese mismo año los Oblatos de Italia enviaban a Laos el primer equipo de
misioneros. Mario, corazón de apóstol, fue uno de los elegidos para enrolarse y
aceptó con alegría: su sueño se iba a realizar. Confía sus sentimientos a su
diario: “Fiesta de la Visitación. Uno de los días más importantes de mi vida:
he recibido la obediencia para Laos. Iré en nombre
del Señor. ¡Virgen Inmaculada, ayúdame! Jesús, Jesús,
Jesús, yo quiero ser uno de los tuyos, como Pedro. Pablo, Bernabé, Lucas,
Santiago y Juan.”
En Laos: la desilusión
Llegar a uno de los países más pobres del
mundo, con un número tan reducido de cristianos, fue un choque para él. El
primer año lo pasa en la misión de Kengsadok. Allí tendrá que aprender el idioma, la cultura local y la vida
misionera. Su celo misionero los
empujaba a lanzarse. Le gustaba estar con la gente, deseaba aprender todo de
ellos, al máximo posible, para anunciarles el Evangelio de la salvación.
En realidad fue un
año muy difícil. Se sentía aislado, perdido, lejos de todos sus compatriotas y
amigos. Se empeñaba por aprender el laosiano, pero era incapaz de comunicarse
con la gente, y, por eso mismo, incapaz de ejercer de verdad su ministerio
sacerdotal.
Tal situación lo
llevaba a sentirse inútil. Escribe en su diario: “Mi cruz soy yo mismo, soy una
cruz para mí mismo. Mi cruz es la lengua que no soy capaz de aprender. Mi cruz
es la timidez que me impide pronunciar una sola palabra en laosiano”. Experimentaba así la gran dificultad de ser
misionero en el extranjero. Pero en su apuro
buscaba la presencia de Dios. Escribiría entonces esta oración: “Todo te
pertenece, Señor, incluso el malestar, la angustia, los remordimientos, la
oscuridad… Yo te amo porque tú eres Amor”.
Kiukatiam
Kiukatiam
Mario Borzaga tenía
veintiséis años cuando fue enviado a su primer puesto de misión. Kiukatiam era
una aldea hmong, a unos 80 km. de Louang Prabang, al lado del camino que va en
dirección de Xieng Khouang y Vietnam y que se llamaba entonces la carretera
Astrid. Mario relevaría allí a un misionero oblato aguerrido, a quien él
apreciaba mucho, el Padre Yves Bertrais: se habían establecido sólidamente los
cimientos del cristianismo, había que construir y desarrollar la comunidad.
Ayudado por el Padre René Charrier, o.m.i., Mario puso manos a la obra con todo
su corazón: hizo todo lo posible para estar a la altura, siguiendo el ejemplo
de los dos ancianos.
A partir de 1959 se
quedó con la tarea él solo. Enseñar el catecismo, iniciar a la oración, visitar
las familias, acoger a los enfermos que diariamente acudían a las puertas del
pequeño dispensario de la misión, a todo eso consagraba Mario su tiempo y sus
fuerzas. Le confiaron también la formación de los jóvenes catequistas hmongs.
Se daba prisa como quien sabe que la vida del apóstol es breve, y que hay que
entregarla enteramente por el Reino de Dios.
Pero no tenía
experiencia, y a menudo las exigencias amenazaban con superar sus fuerzas: ¿Cómo
cuidar de quienes ya son cristianos sin desatender a quienes aún están
alejados? ¿Cómo dirigir una escuela de
formación para los nuevos catequistas aprendiendo al mismo tiempo el hmong, una
lengua tan distinta del laosiano? ¿Cómo
ocuparse cada día de las largas colas de enfermos y al mismo tiempo responder a
las llamadas de las aldeas lejanas, a las que aún no había llegado el
Evangelio?
Esos desafíos eran duros,
y Mario se resentía con frecuencia por el aplastante peso de esas
responsabilidades. Él, para seguir creyendo, para no abandonar la tarea, encontraba
las fuerzas necesarias únicamente en su gran amor por Jesús. Sí, se hallaba en
ese puesto porque lo quería Dios. Escribe: « Nosotros, los misioneros,
estamos hechos así: para nosotros lo normal es partir; es necesario
desplazarnos. Mañana los caminos serán nuestras casas. Si nos vemos obligados a
pararnos por un tiempo en una casa, la transformaremos en camino que lleva a
Dios. »
Mario Borzaga (el
último a la derecha) entre los Hmong. El otro misionero es el P. Antonio Zanoni,
o.m.i.
El obispo, Mons. Étienne
Loosdregt, o.m.i., había invitado a los misioneros a que se preparasen a la
persecución. En agosto de 1959, Mario confiaba su pensamiento a su diario:
“Todos nosotros conocemos las disposiciones
dadas por la Santa Sede para los tiempos de persecución. ¿Qué nos
pasará? Nada, pues estamos en las manos de Dios. Así pues, calma.” Las
instrucciones eran que permaneciesen en los puestos de misión, en solidaridad
con los fieles.
Retrato de un misionero
Los oblatos que lo conocieron
por aquella época hacen de él un retrato con matices, muy positivo. Así, por
ejemplo, el Padre René Carrier:
« Mario era muy tímido,
pero a la vez muy gentil y muy servicial. Jamás rechazaba ningún servicio. Tenía una gran modestia y hacía
todo lo posible por no
aparentar. Me acuerdo de una anécdota: yo salí con Mario para ir a comprar
medicamentos. Tras dos horas de camino,
me doy cuenta que había olvidado el dinero en casa. Pese a mis protestas, Mario
dio la vuelta; como buen andarín, llegó al lugar de la cita al mismo tiempo que
yo.
Se empeñaba en aprender la
lengua, pero no hablaba mucho con la gente. Cuando se extrañaban, yo les decía
que estaba aprendiendo. Después que yo me fui, al hacerse responsable de la
casa, adquirió sin duda más seguridad. De todos modos los hmongs lo animaban.
Era muy trabajador y animoso, con un carácter propio de un montañero. Tenía
talento en diversos campos, por ejemplo, para el canto. Compuso una Salve Regina muy bonita”.
El Padre Juan Hanique, o.m.i.,
añade: “El P. Mario Borzaga se distinguía por su pastoral misionera. Era un
hombre bueno, un líder, un hombre realmente serio. Estaba siempre disponible
para la misión. Yo era su provincial, y tengo una excelente impresión general
de él.”
Los Hmongs en su propia lengua
llamarán al Padre Mario “Corazón grave y sincero”.
Entre los jóvenes alumnos
catequistas que Mario tenía consigo, los recuerdos están impregnados de mucha
ternura hacia aquel que era para ellos un verdadero padre. Uno de ellos
escribe: “El Padre Mario tenía mucha paciencia y buen corazón. Quería a todo el
mundo. Comprendía un poco el hmong; fui yo quien se lo enseñó.” Otros añaden:
« Yo viví con el Padre
cerca de un año. Yo no tenía más que 16 años, yo no sabía construir una casa.
Fuimos a hablar con el Padre. Para una casa de 6 metros por 8, él calculaba sobre
un papel que las chapas, las vigas, etc. costarían 9 barras de plata. Yo estaba
de acuerdo; después fuimos a cortar árboles grandes y se los llevamos para que
el Padre los aserrara. Había también un Hermano que había vendo para ayudar al
Padre Borzaga: serraron la madera para construir mi casa, y levantamos.
Cuando terminamos, yo estaba
cansado a tal punto que al mirar las montañas las veía confusamente; cuando me
levantaba me daba vueltas la cabeza, como si fuera a caerme. El Padre me dio a
beber un remedio poniendo 10 gotas con agua. Era claro como el alcohol y muy
ácido. Pasados unos días mi cabeza se normalizó. Después, todos los días, al
terminar de comer, íbamos a aprender a cantar las oraciones con el Padre
Borzaga. Tenía una hermosa voz fuerte.”
“Era muy amable,
sonriente, guapo” dice otro; “Siempre estaba disponible. Cuidaba bien a los
enfermos y velaba atentamente sobre los alumnos catequistas que venían de otros
sectores para estudiar con él. Vivíamos en una casa pequeña situada detrás de
la suya. Nos compraba ropa, linternas.
Tenía mucha paciencia, no se irritaba y tenía mucha voluntad. Nos
cuidaba bien. Al responsable, que era el mayor, a menudo lo invitaba a su mesa.”
La última llamada
La experiencia misionera
de Mario Borzaga fue breve: no llegaría a cumplir 28 años. Entre finales de
abril y primeros de mayo de 1960, la aventura terminaría en la soledad del
bosque, a lo largo de un sendero de montaña, a la vuelta de una gira apostólica
con uno de sus alumnos -sin duda el más
rebelde de todos- el joven hmong Thoj Xyooj (ທໍຂົງ, Shiong).
El domingo 24 de abril de
1960, después de misa, Mario estaba muy ocupado en el dispensario curando los
enfermos. Se presenta un pequeño grupo de Hmong para pedirle que vaya a su
aldea, situada a tres días de camino al sur de la carretera. Manifestaba estar
interesados a la religión. Sin duda alguna también tenían en perspectiva una
ayuda médica: se trataba, entre otros, de curar
al papá moribundo de una joven postulante que estudiaba con las
religiosas en Xieng Khuang. No era la primera vez que los interesados se lo
pedían, pero hasta entonces Mario creía que su deber era negarse por no dejar
solo en la aldea a su joven principiante, Antonio Zanoni, o.m.i. Pero esta vez
la ocasión era propicia, porque estaban allí para las vacaciones de Pascua dos
Oblatos más: los Padres Bramante Marchiol[1] et Pierre Chevroulet[2].
Parece que no se discutió
mucho el caso, Mario era un hombre decidido: prometió a esa gente que los
seguiría al día siguiente. Su plan era visitar varias aldeas de aquellos parajes
y, subiendo el valle del Mekong, hacia
el oeste, hasta llegar a Louang-Prabang –una buena gira misionera antes de que
llegara la estación de las lluvias. Invitó a que e acompañase al joven catequista
Xyooj, que todavía estaba soltero. Prometió estar de vuelva dentro de ocho o
quince días.
Viaje hacia la muerte
El lunes 25de abril de 1960,
fiesta del evangelista San Marcos, se pusieron en marcha, portadores de la
Buena Nueva de Jesús y de su amor por los pobres y los enfermos. Entre los
testigos de la salida estaba el joven Tito Banchong, futuro administrador
apostólico del Vicariato de Louang Prbang, que tenía entonces unos doce años.
Vieron salir a Mario, mochila a las espaldas, boina en la cabeza, vestido todo
de negro como un Hmong; apenas unos centenares de metros y desapareció de la
vista con su compañero a la vuelta del camino para penetrar en la foresta y
bajar hacia el río Nam Ming. Sus parroquianos
y sus hermanos oblatos no volverían a verlo, ni a él ni a su catequista.
Pasaban los días, las semanas.
¿Qué había pasado? La búsqueda emprendida tras su desaparición evidentemente no
dieron ningún resultado seguro. Se supo solamente que había llegado a la aldea
prevista, Ban Phoua Xua; que allí había curado a los enfermos, y que después
había proseguido su camino con el catequista prometiéndoles regresar pasados unos meses. Se dirigían hacia la
localidad de Muang Kassi, donde esperaban encontrar una barca o algún camión de paso. Se supo
también que elementos de la guerrilla se habían infiltrado por aquella zona y
que circulaban sin ser molestados…
En efecto, había que esperar
más de cuarenta años para que las lenguas comenzaran a soltarse, para que se
pudiera comenzar a reconstruir los trágicos acontecimientos de aquellos días.
Quienes facilitaron, de modo directo, los detalles de los últimos momentos
formaban parte de la guerrilla. Eran por entonces unos muchachos.
Viaje hacia la vida
El día uno de mayo en Muang
Met, una aldea laosiana y kmhmu’ entre Ban
Phoua Xua y Muang Kassi, una patrulla de la guerrilla encontraron a Mario,
creían que era un “americano”, y a su
joven acompañante. No se sabe si el encuentro fue casual o si habían sido
traicionados por las gentes del poblado, simpatizantes con la guerrilla. Ésta
odiaba a todo aquel que, a sus ojos, era americano, cristiano o blanco. Los Kmhmu’ del poblado habían dicho a los
viajeros que si fueran cuanto antes.
Los capturaron a la salida del
poblado. Ataron al Padre, ligándoles las manos y antebrazos a la espalda, y le
dijeron palabras muy duras. El joven catequista gritaba: “No lo matéis, no es
un americano sino un italiano, es un sacerdote muy bueno, muy amable con todo
el mundo. Sólo hace cosas buenas”. No lo creyeron: decidieron matarlo sin
ningún proceso, pero discretamente, sin testigos, bastante lejos del poblado. Golpearon brutalmente al catequista para que se callara.
Mientras tanto, Mario
permanecía tranquilo y en silencio, como Jesús ante sus acusadores, como
cordero llevado al matadero.
Un antiguo soldado cuenta:
“A lo largo de la senda que
sigue la parte opuesta del Phou Mun
hemos encontrado un espía americano, acompañado de un Hmong. Los obligamos a escavar una fosa. He sido yo
quien disparó sobre ellos. El Hmong murió en el acto, pero el americano,
mientras caía en la fosa, lanzó un grito: ‘¿Por qué me disparáis a mí, soy ,
soy el Padre?’ Sin esperar más, los cubrimos de tierra, después registramos la
mochila que el americano llevaba a sus espaldas. No tenía gran cosa: cuerdas
con granos con dos trozos de hierro cruzados, estampas de una mujer
resplandeciente, sola o con un niño, y otras de un hombre con el corazón
fuera…”
Rosarios, estampas del Sagrado
Corazón de Jesús y de la Virgen María, eran todo el tesoro l misionero, las
únicas armas. Era el uno de mayo, era domingo. Es probable que, en aquella
aldea no cristiana, habría celebrado de madrugada, solo con su catequista, una
misa: fue su viático.
Los antiguos catequistas de
Mario Borzaga también dan su testimonio:
“En abril de 1960 se fue al
encuentro de la muerte, y yo guardaba su casa y cuidaba de los animales hasta
julio. Entonces vinieron a matar sus animales, pollos, cerdos… Tomaron todo el
vino de misa, llevaron sus hábitos, destrozaron la casa. Yo tuvo que abandonar
la casa y huir al bosque.
Yo lo quiero y siempre pienso
mucho en él: tenía un buen corazón y era muy paciente. Quería a todo el mundo,
´le me quería y murió. Yo lloré y derramo lágrimas. Actualmente siempre pienso
en él porque era como mi padre. Yo creo y estoy seguro de que é reza a Dios
para que me ayude cada día. Estoy seguro de que Xyooj y él están con Dios;
porque los dos tuvieron un camino muy duro. Xyooj y el Padre son
seguramente santos en la tierra y en el
cielo eternamente”.
¿Por qué ese crimen? Otro antiguo
alumno testifica:
“Todos estamos
convencidos. En cuanto estudiante
catequista del Padre Mario, testifico firmemente que fue asesinado porque iba a
aquella aldea a echar fuera a los espíritus y para permitir a la gente de
abrazar el cristianismo. Fue asesinado porque iba a anunciar el Buena Nueva de
Jesús y a curar a los enfermos.”
El sueño de un hombre feliz
Los que mataron a Mario
Borzaga interrumpieron para siempre en la tierra el sueño maravilloso de ese
joven misionero. Pero el sudor, las lágrimas y la sangre de ese joven hoy dan
sus frutos en la vida de cuantos lo han conocido o están comenzando a
conocerlo. En la vida verdadera, en Dios, su sueño se ha cumplido.
El Padre Mario Borzaga nos ha
dejado un testamento espiritual de gran valor. Su vida demuestra con evidencia
que la vocación misionera es un auténtico camino de santidad. Sí, dar su vida
por los pobres, viviendo el mandamiento del amor, puede llevar a la perfección:
“Yo quiero hacer crecer en mí una fe y un amor profundos y sólidos como la
roca, escribía. Sin esas dos cosas yo no puedo ser mártir: la fe y el amor son
indispensables. Creer y amar es lo único que hay que hacer”.
Justo antes de hacer su
oblación perpetua en 1956, Mario expresaba en su diario el sueño de felicidad
para su vida:
“He comprendido mi vocación:
ser un hombre feliz, hasta en el esfuerzo por identificarme con Cristo
crucificado. ¿Cuántos sufrimientos me quedan, Señor? Sólo tú lo sabes, y yo, en
cada instante de mi vida, digo: fiat
voluntas tua, ‘que se haga Tu voluntad’.
Quisiera ser, como la Eucaristía, un buen pan para ser comido por mis
hermanos, su alimento divino. Por consiguiente tengo que pasar antes por la
muerte en cruz. Primero el sacrificio, después la alegría de darme a los
hermanos del mundo entero…
Si yo me doy sin pasar antes a
través del sacrificio, yo no daré a mis hermanos hambrientos de Dios nada más
que un pingajo humano, un residuo del infierno. Pero si acepto mi muerte en
unión con la de Jesús, será Jesús mismo
lo que yo podré dar con mis manos a mis
hermanos. Así pues no se trata tanto de renunciar a mí mismo cuanto de reforzar
todo aquello que en mí es capaz de sufrir, de ser inmolado, de ser sacrificado
en pro de las almas que Jesús me ha dado para amarlas”. (Padre Mario Borzaga,
o.m.i., Diario de un hombre feliz, con fecha del 17 de noviembre e 1956).
Original de Roland Jacques o.m.i., Traducción de Joaquín Martínez Vega
* * *
Para proseguir la lectura
M. Borzaga, Diario
di un uomo felice – un’esperienza missionaria nel Laos, Rome, Città Nuova,
1985
M. Borzaga, Verso
la felicità – la mia scelta di sacerdote missionario, Rome, Città Nuova,
1986
M. Borzaga, Diario
di un uomo felice [edición completa, 1956-1960], Trento, Vita Trentina
Editrice, 2005 (745pp.)
L.
Borzaga, Être un homme
heureux : Mario Borzaga, o.m.i. 1932-1960, Serie « Héritage
oblat » n° 4, Roma, 1992
G. Cellucci,
P. Mario Borzaga missionario oblato di Maria Immacolata, martire nel Laos,
testimonianze raccolte e coordinate da G. Cellucci, Roma, M.G.M., 1995
F. Ciardi, Il
Sogno e la realtà – Mario Borzaga, martire, Milan, Àncora, 2000.
G. Drago, Un
eroe del Laos: dalle lettere del p. Mario Borzaga, O.M.I., Rome, Missioni
O.M.I., 1965
N. Ferrara,
Biografía de Mario Borzaga (en italiano – en preparación).
à Se puede encontrar una bibliografía más amplia en
Internet: http://www.marioborzaga.it/bibliografia.html
[1] Bramante
Marchiol, o.m.i., 1932-1997, llegó a Laos
en 1957.
[2] Pierre
Chevroulet, o.m.i., 1924-2004, llegó a Laos en 1956 ; fue el superior
provincial de los Oblatos de Laos de 1964 a 1970.
Para saber más:
SITIO OFICIAL (en
italiano) http://www.marioborzaga.it/index.html
Para más información,
estampas, libros y material divulgativo:
dirigirse al P. Angelo Pelis o.m.i., quien promueve con entusiasmo la Causa y mantiene viva la memoria del P. Borzaga.
dirigirse al P. Angelo Pelis o.m.i., quien promueve con entusiasmo la Causa y mantiene viva la memoria del P. Borzaga.
Telf. (+39) 339 713
14 72
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