Obispos del Movimiento de los Focolares
Palabra de Vida,
octubre 2015
«En
esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn
13, 35).
Este es el
distintivo, la característica propia de los cristianos, el signo para
reconocerlos. O al menos debería serlo, porque así concibió Jesús a su comunidad.
¿Por qué hoy no se
nos conoce como aquellos que se distinguen por el amor? ¿Qué hemos hecho con el
mandamiento de Jesús?
Palabra de Vida para Octubre 2015
«En esto
conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn 13,
35).
Este
es el distintivo, la característica propia de los cristianos, el signo para
reconocerlos. O al menos debería serlo, porque así concibió Jesús a su comunidad. Un escrito fascinante de los primeros siglos
del cristianismo, la Carta a
Diogneto, declara que «los cristianos no se distinguen de los demás
hombres ni por la nación ni por la lengua ni por el vestido. En ningún sitio
habitan ciudades propias, ni se sirven de un idioma diferente ni adoptan un
género peculiar de vida»[1].
Son personas normales, como todas las demás. Y sin embargo, poseen un secreto
que les permite influir profundamente en la sociedad y ser como su alma Es un
secreto que Jesús entregó a sus discípulos poco antes de morir. Como los antiguos
sabios de Israel, como un padre respecto a su hijo, también Él, Maestro de
sabiduría, dejó como herencia el arte del saber vivir y del vivir bien, que
había aprendido directamente de su Padre: «Todo lo que he oído a mi Padre os lo
he dado a conocer» (Jn 15,
15), y era fruto de su experiencia en la relación con Él. Consiste en amarse unos
a otros. Esta es su última voluntad, su testamento, la vida del cielo que ha
traído a la tierra y que comparte con nosotros para que se convierta en nuestra
misma vida.
Y
quiere que esta sea la identidad de sus discípulos, que se los reconozca como
tales por el amor recíproco:
«En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a
otros»
¿Se
reconoce a los discípulos de Jesús por su amor recíproco? «La historia de la
Iglesia es una historia de santidad», escribió Juan Pablo II. Y sin embargo,
«hay también no pocos acontecimientos que son un antitestimonio en relación con
el cristianismo»[3].
Durante siglos, los cristianos se han enfrentado en guerras interminables en el
nombre de Jesús y siguen estando divididos entre ellos. Hay personas que a día
de hoy siguen asociando a los cristianos con las Cruzadas y los tribunales de
la Inquisición, o los ven como defensores a ultranza de una moral anticuada, opuestos
al progreso de la ciencia.
No
ocurría así con los primeros cristianos de la comunidad naciente de Jerusalén.
La gente sentía admiración por la comunión de bienes que vivían, la unidad que
reinaba entre ellos, la «alegría y sencillez de corazón» que los caracterizaba
(Hch 2, 46). «La gente
se hacía lenguas de ellos», seguimos leyendo en los Hechos de los Apóstoles,
con la consecuencia de que cada día «crecía el número tanto de hombres como de
mujeres que se adherían al Señor» (Hch 5, 13-14). El testimonio de vida de la
comunidad tenía una fuerte capacidad de atracción. ¿Por qué hoy no se nos
conoce como aquellos que se distinguen por el amor? ¿Qué hemos hecho con el
mandamiento de Jesús?
«En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a
otros»
Tradicionalmente,
el mes de octubre se dedica en el ámbito católico a la «misión», a la reflexión
sobre el mandato de Jesús de ir a todo el mundo a anunciar el Evangelio, a la
oración y al sostenimiento de todos los que están en primera línea. Esta
palabra de vida puede ayudar a todos a esclarecer la dimensión fundamental de
todo anuncio cristiano. No consiste en imponer un credo, hacer proselitismo o
ayudar de modo interesado a los pobres para que se conviertan. Tampoco debe
primar la defensa exigente de valores morales ni el adoptar una postura ante
las injusticias o las guerras, aun cuando sean actitudes obligadas que el
cristiano no puede eludir. El anuncio cristiano es ante todo un testimonio de
vida que todo discípulo de Jesús debe ofrecer personalmente: «El hombre
contemporáneo prefiere escuchar a los que dan testimonio que a los que enseñan»[4].
Incluso los que son hostiles a la Iglesia suelen sentirse conmovidos por el
ejemplo de quienes dedican su vida a los enfermos o a los pobres y están
dispuestos a dejar su patria para ir a lugares de frontera a ofrecer ayuda y
cercanía a los últimos. Pero lo que
Jesús pide sobre todo es el testimonio de toda una comunidad que muestre la
verdad del Evangelio. Esta debe mostrar que la vida que Él trae puede generar
realmente una sociedad nueva, en la que se viven relaciones de auténtica
fraternidad, de ayuda y servicio mutuo, de atención coral a las personas más débiles
y necesitadas. La vida de la Iglesia ha
conocido testimonios así, como las reducciones para indígenas que los
franciscanos y jesuitas construyeron en Sudamérica, o los monasterios, con las
aldeas que surgían alrededor. También hoy, comunidades y movimientos eclesiales
dan lugar a ciudadelas de testimonio donde se pueden ver los signos de una sociedad
nueva fruto de la vida evangélica, del amor recíproco.
«En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a
otros»
Sin
apartarnos de los lugares en que vivimos ni de las personas que nos rodean, si
vivimos entre nosotros esa unidad por la que Jesús dio la vida, podremos crear
un modo de vivir alternativo y sembrar en torno a nosotros brotes de esperanza
y de vida nueva. Una familia que renueva cada día su voluntad de vivir de modo
concreto en el amor recíproco puede convertirse en rayo de luz en medio de la
indiferencia de su vecindad. Una «célula local», o sea, dos o más personas que
se asocian para practicar con radicalidad las exigencias del Evangelio en su
entorno de trabajo, en clase, en la sede sindical, en la administración o en
una cárcel, podrá desbaratar la lógica de la lucha por el poder, crear un
ambiente de colaboración y favorecer que nazca una fraternidad inesperada. ¿No actuaban así los primeros cristianos de
tiempos del Imperio romano? ¿No es así como difundieron la novedad transformante
del cristianismo? Nosotros somos hoy los «primeros cristianos», llamados como
ellos a perdonarnos, a vernos siempre nuevos, a ayudarnos; en una palabra, a
amarnos con la misma intensidad con que Jesús amó, seguros de que su presencia
en medio de nosotros tiene la fuerza de arrastrar también a los demás a esta
lógica divina del amor.
Fabio Ciardi
http://www.focolare.org/espana/es/news/2015/09/30/octubre-2015/
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