Palabra de vida – Septiembre 2015
«Amarás
a tu prójimo como a ti mismo» (Mc 12, 31).
«Ésta es toda la ley. El resto es sólo comentario»
Esta es una de esas palabras del Evangelio que requieren
ser vividas enseguida, en forma inmediata. Es tan clara, límpida ¡y exigente!,
que no necesita muchos comentarios. Sin embargo, para captar la fuerza que encierra
será útil situarla en su contexto.
Jesús está respondiendo a un escriba –un
estudioso de la Biblia– que le preguntó cuál es el mandamiento más grande. Era
una cuestión abierta, puesto que en las Sagradas Escrituras se habían
identificado 613 preceptos que hay que observar.
Uno de los grandes maestros que habían
vivido unos años antes, Shammay, se había negado a indicar el mandamiento
supremo. Sin embargo otros, como hará luego Jesús, se orientaban ya a poner en
el centro el amor. Por ejemplo, el rabino Hillel afirmaba: «No hagas al prójimo
lo que te resulta odioso a ti; ésta es toda la ley. El resto es sólo comentario»[1].
Jesús no sólo adopta la enseñanza sobre
la centralidad del amor, sino que aúna en un único mandamiento el amor a Dios (Dt 6,
4) y el amor al prójimo (cf. Lv 19,
18). Y la respuesta que da al escriba que lo interpela dice así: «El primero
es: “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al
Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con
todo tu ser”. El segundo es éste: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No hay
mandamiento mayor que estos».
«Amarás
a tu prójimo como a ti mismo».
Esta segunda parte del único mandamiento
es expresión de la primera parte, el amor a Dios. A Dios le importa tanto
cualquier criatura suya que, para darle alegría, para demostrarle con hechos el
amor que tenemos por Él, no hay modo mejor que ser la expresión de su amor para
con todos. Igual que los padres se alegran cuando ven que sus hijos se llevan
bien, se ayudan y están unidos, Dios –que es para nosotros como un padre y una
madre– también se alegra cuando ve que amamos al prójimo como a nosotros mismos,
contribuyendo así a la unidad de la familia humana.
Ya los profetas llevaban siglos
explicando al pueblo de Israel que Dios quiere amor, y no sacrificios ni holocaustos
(cf. Os 6, 6). El propio Jesús se remite a su
enseñanza cuando afirma: «Vayan, aprendan lo que significa “Misericordia quiero
y no sacrificios”» (Mt 9, 13). Pues ¿cómo podemos amar a
Dios, a quien no vemos, si no amamos al hermano, a quien vemos? (cf. 1
Jn 4, 20). Lo amamos, le
servimos, lo honramos en la medida en que amamos, servimos y honramos a cada
persona, amiga o desconocida, de nuestro pueblo o de otros pueblos, sobre todo
a los «pequeños», a los más necesitados.
Es una invitación que dirige a los
cristianos de todos los tiempos para transformar el culto en vida, salir de las
iglesias –donde hemos adorado, amado y alabado a Dios– e ir hacia los demás, y
así poner en práctica lo que hemos aprendido en la oración y en la comunión con
Dios.
«Amarás
a tu prójimo como a ti mismo».
¿Cómo vivir entonces este mandamiento
del Señor?
Recordemos ante todo que forma parte de
un binomio inseparable que incluye el amor a Dios. Hace falta dedicar tiempo a
conocer lo que es el amor y cómo hay que amar, y para ello hay que favorecer
momentos de oración, de «contemplación», de diálogo con Él: lo aprendemos de
Dios, que es Amor. No le robamos tiempo al prójimo cuando estamos con Dios; al
contrario, nos preparamos para amar de un modo cada vez más generoso y
apropiado. Al mismo tiempo, cuando volvemos a estar con Dios después de haber
amado a los demás, nuestra oración es más auténtica, más verdadera, y se puebla
de todas las personas con las que hemos estado y que llevamos de nuevo a Él.
Además, para amar al prójimo como a uno
mismo hay que conocerlo como se conoce uno a sí mismo. Deberíamos llegar a amar
como el otro quiere que lo amen, y no como a mí me gustaría amarlo. Ahora que
nuestras sociedades son cada vez más multiculturales debido a la presencia de
personas procedentes de mundos muy distintos, el desafío es aún más grande.
Quien va a un país nuevo debe conocer sus tradiciones y sus valores; sólo así
puede entender y amar a sus ciudadanos. Y lo mismo quien recibe a nuevos
inmigrantes, en muchos casos desorientados, que se enfrentan a un nuevo idioma,
a los problemas de inserción.
La diversidad está presente dentro de la
familia misma, en el trabajo o en la comunidad de vecinos, aunque estén
formados por personas de la misma cultura. ¿Acaso no nos gustaría encontrarnos
con alguien dispuesto a dedicar su tiempo a escucharnos, a ayudarnos a preparar
un examen, a encontrar un puesto de trabajo, a reformar la casa? Pues quizá el
otro tenga necesidades similares. Hay que saber intuirlas, prestarle atención,
escucharlo sinceramente, ponernos en su lugar.
También cuenta la calidad del amor. En
su célebre himno a la caridad, el apóstol Pablo enumera algunas de sus
características que no vendrá mal recordar: es paciente, quiere el bien del
otro, no es envidioso, no adopta aires de superioridad, considera al otro más
importante que a sí mismo, no falta al respeto, no busca su propio interés, no
se irrita, no recuerda el mal recibido, todo lo excusa, todo lo cree, todo lo
espera, todo lo soporta (cf. 1 Co 13,
4-7).
¡Cuántas ocasiones y cuántos matices
para vivir!:
«Amarás
a tu prójimo como a ti mismo»
Y por último podemos recordar que esta
norma de la existencia humana sustenta la famosa «regla de oro», que
encontramos en todas las religiones y el pensamiento de los grandes maestros de
la cultura «laica». Hindúes y musulmanes, budistas y creyentes de religiones
tradicionales, cristianos y hombres y mujeres de buena voluntad podríamos
buscar en los orígenes de nuestra tradición cultural o de nuestro credo
religioso análogas invitaciones a amar al prójimo y ayudarnos a vivirlas
juntos.
Debemos trabajar juntos para crear una
nueva mentalidad que valore al otro, que inculque el respeto a la persona,
proteja a las minorías, atienda a los sujetos más débiles, que no centre la
atención en los intereses propios sino que ponga en el primer lugar los del
otro.
Si todos fuésemos de verdad conscientes
de que tenemos que amar al prójimo como a nosotros mismos hasta no hacer al
otro lo que no quisiéramos que nos hiciesen a nosotros y que deberíamos hacer
al otro lo que quisiéramos que el otro nos hiciese, cesarían las guerras, se
acabaría la corrupción, la fraternidad universal ya no sería una utopía y la
civilización del amor pronto se haría realidad.
Fabio Ciardi, o.m.i.
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