El
Padre Michel Coquelet, o.m.i.
(1931 – 1961)
Testigo de Jesucristo en Laos
Muerto por la fe el 20 abril de 1961
en Sop Xieng.
Los Misioneros sabían que al quedarse en Laos, dada la situación y el
odio de la guerrilla contra la Iglesia, corrían el riesgo de ser asesinados.
Conscientes de esa eventualidad, jamás, subrayo el jamás, dijeron ellos que
aceptarían de buen grado abandonar la misión.
Cada uno de ellos dejaba ver claramente que, por el Evangelio en ese país, ellos se entregaban por entero, que compartían plenamente los sufrimientos y la miseria de la gente. La Iglesia nace de la Cruz y de sacrificio. Esto vale también para la Iglesia en país de misión. (Mons. Alejandro Sataccioli o.m.i.)
Cada uno de ellos dejaba ver claramente que, por el Evangelio en ese país, ellos se entregaban por entero, que compartían plenamente los sufrimientos y la miseria de la gente. La Iglesia nace de la Cruz y de sacrificio. Esto vale también para la Iglesia en país de misión. (Mons. Alejandro Sataccioli o.m.i.)
Sus años de infancia
Miguel COQUELET nació el 18 de
agosto de 1931 al Norte de Francia, en à Wignehies (59), en el seno de una
modesta familia obrera, activamente cristiana. Fue bautizado el 23 de agosto en
la iglesia parroquial del pueblo, que pertenece a la diócesis de Cambrai.
Su padre, Louis, era electricista de la E.D.T.; su madre, Françoise Grassart,
taquimecanógrafa de profesión, dejó su empleo para ocuparse de los hijos.
Miguel era el tercero, después de Denyse (3 años) y Jean-Louis (18 meses). Tres
hijos más, Raymond, Marie et Thérèse, vendrían después a enriquecer y alegrar
el hogar, entre 1937 y 1946.
Todos juntos, formaban una familia alegre y muy unida, como da prueba de
ello la frecuente correspondencia mantenida con Miguel –se conservan 228 cartas
a los suyos, desde 1948 hasta su muerte- cuando ésta le sorprende todavía no
tenía 30 años.
A finales de 1931, Miguel no roto a hablar cuando sus padre salen del
Norte para instalarse en Chaintreaux cerca de Nemours en Seine-et-Marne; allí
vivirán en la aldea de Grande Borde, en medio de los campos de trigo y
remolacha.
De esos antiguos lugares familiares, Miguel no guardará ningún recuerdo:
cuando tenía 5 años, la familia va a vivir a 30 kilómetros más lejos, en la
pequeña ciudad de Puiseaux en Loiret (marzo 1936). Allí comienza la escuela. El
pequeño alumno, aplicado y revoltoso, al año siguiente, al terminar el curso,
consigue, al igual que sus hermanos mayores, el Premio de Honor, la más alta recompensa.
Esta distinción, que obtuvieron sus tres hijos, fue la causa que el alcalde
del lugar felicitara a su padre. Emigrantes hasta entonces, ¡aquí los tienes
bien integrados en el pueblo! “La mamá, cristiana modelo, dice un testigo, no
tenía tiempo para dormir. Seis hijos bien vestidos, y horas dedicadas al
servicio de la iglesia…”
Gracias al maestro que tuvo a Miguel como alumno de 1940 a 1942 –y que
según su opinión, militaba entonces en el campo de los “laicizantes”- , se
puede descubrir más íntimamente el trabajo de la gracia en su corazón
infantil. Unos 50 años después de la muerte del misionero, escribe:
Michel Coquelet, mi brillante alumno, tan dulce y disciplinado, demasiado
juicioso… Este niño estaba ya repleto de misticismo… Alumno demasiado perfecto,
un enigma para mí; pero su compromiso al servicio de Dios y de los hombres no
me sorprendió en absoluto… Cada mañana Michel, monaguillo modelo, ayudaba
a misa con fervor. El catecismo lo impartía un sacerdote modelo, don Jacques
Barenton. Este hombre ha dado el ejemplo de arriesgar su vida, a pesar de
las patadas, etc., por auxiliar a un anciano víctima de los gestapistas.
En 1940 se entregó a la Gestapo para reemplazar a su anciano párroco que había
sido herido gravemente. Se llevaron a los dos. Jacques Barenton murió en un
campo de concentración:
Según es maestro, estas dos figuras heroicas de sacerdotes jugaron un papel
central en la juventud del futuro misionero. Concluye: “Ahora Michel entra
siempre en mis intenciones de oración cada noche…”
Maurice, compañero de clase, confirma este retrato admirable: Michel era
“un compañero muy agradable para vivir con él… Era muy estudioso, siempre
el primero de la clase sin engreírse por ello, ¡nunca el último en el trabajo!
Era un ejemplo para mí”.
Pese a la dureza de la vida y las privaciones de los años de guerra, la
familia Coquelet optó por dar a Miguel una educación cristiana de verdad. En
1942, supera el concurso para entrar en la clase 6ª, condición necesaria en la
época para proseguir los estudios, y entra como interno en el Colegio
católico de Saint Grégoire de Pithiviers, a 20 km de su casa.
Será en ese contexto donde se va a precisar en el corazón de Miguel el deseo
de seguir a los dos sacerdotes, testigos de la caridad, que lo habían impactado
los años en los años de permanencia en Puiseaux. El sacerdote Yves, uno de sus
compañeros de clase, testifica:
Miguel era un tipo muy original. Un
poco tímido, reservado, sin embargo expresaba sus opiniones con valentía.
Durante una comida, estando seis en la misma mesa, uno de nosotros pregunta a
los demás: “Qué piensas hacer después?” Miguel respondió rápidamente: “Yo
quiero ser sacerdote, entraré en el seminario al terminar mis estudios”.
Yo respondí que no sabía, no me atreví a decirlo, por miedo a que se rieran de
mí… A raíz de eso tuvimos reuniones llamadas de “pequeños seminaristas”,
un grupo de cinco o seis, y por supuesto Miguel Coquelet tomaba parte en
esas reuniones. (…) A Miguel le gustaba cantar, solo. Se escondía detrás de
un muro o un poste y tarareaba algún estribillo… Teníamos como profesor
de matemáticas al Padre Moufflet, llamado ‘Maouf’, un tipo muy original. Miguel
era un poco su preferido. Muy a menudo se oía: “¡Coquelet, al encerado!”,
y Coquelet salía al encerado, comenzaba a ponerse colorado y temblaba, lo
que divertía mucho al Padre Moufflet.
La larga preparación de un
misionero
Miguel estaba terminando el 4º curso cuando llegó la Liberación. Sus padres
tomaron muy en serio su vocación sacerdotal: desde su regreso en 1945 lo
enviaron como interno al Seminario Menor de San Miguel de Solesmes, en su diócesis
de origen, Cambrai. En esa institución prepara y consigue en 1948 el
bachillerato en literatura latina y griega.
Con su bachillerato terminado y un informe elogioso, Miguel Coquelet entra
ese mismo año en el noviciado de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada en
La Brosse-Montceaux (Seine-et-Marne) – un lugar que ha pasado a la historia
porque allí en 1944 fueron fusilados por los nazis varios Oblatos. Uno de sus
compañeros lo recuerda después de muchos: “Conocí a Miguel desde el noviciado.
Era al mismo tiempo discreto, alegre, con mucho humor. Era un hermano
serio, amable y fraterno. Era generoso de verdad y lleno de fe. Era muy
interesante”. Sin embargo el maestro de novicios hace sobre él un juicio más
matizado, menos elogioso: “Un sujeto mediano pero que puede llegar a ser muy
bueno si sigue dejándose guiar y abrir más”.
¿Qué había pasado? ¿En que se había convertido el “alumno brillante…
demasiado perfecto”, “siempre el primero del curso”, que recuerdan sus paisanos
de Puiseaux? Sin duda la timidez de Miguel, el no querer aparentar ni
sobresalir influyeron negativamente en el juicio de sus nuevos responsables.
Miguel se entrega poco, y será perjudicado continuamente por esa timidez muy
real que jamás vencerá totalmente.
En septiembre de 1949, tras hacer sus votos religiosos, Miguel es
enviado con sus con-novicios al nuevo escolasticado de los Oblatos, la abadía
de Solignac en Haute-Vienne. Allí cursa los estudios obligatorios de filosofía
y teología, y con una vida espiritual y comunitaria intensa, se prepara para el
proyecto que había elegido: ser sacerdote, y ejercer el ministerio sacerdotal como
religioso misionero.
Miguel permanecerá en Solignac hasta su salida para Laos en 1957, exceptuando
los dieciocho meses de servicio militar, de enero de 1952 hasta junio de 1953.
A lo largo de todos esos años, está muy unido a su familia: la frecuencia
y el calor de sus cartas lo demuestran. Siempre conservará en su corazón
una profunda gratitud hacia los que le dieron la vida y la educación, que
alimentaron su fe y apoyaron su vocación. Está atento a todos los eventos
familiares, grandes o pequeños; sobre todo la jubilación anticipada de su padre
en 1952, lo que obligará a su madre a retomar un empleo en la casa de
ejercicios de Puiseaux, porque aún tienen que mantener a las dos hermanas más
pequeñas.
En cuanto al servicio militar obligatorio, no fue un tiempo totalmente
perdido. Miguel descubre por vez primera las tierras lejanas: da “clases”
en Oued Smar, cerca del aeropuerto de Maison Blanche en Argel. Lo destinan
por poco tiempo a la enfermería: esa tarea lo marca fuertemente pero, pese a su
solicitud de destino en el hospital, lo envía como meteorólogo a Ouargla, un oasis
que linda con el Sahara.
De regreso a Solignac, Miguel reanuda sus estudios y la vida de futuro
misionero. Pero ha traído de Argelia una verdadera pasión por el cuidado de los
enfermos, a lo que se entregará –con discreción y competencia como
siempre- a tope. Efectivamente, el superior del escolasticado escribe:
“Enfermero jefe, Miguel se entrega a esa tarea con una gran caridad, espíritu
sobrenatural y mucha discreción. Es competente en ese campo”. Y añade que eso
lo hace “siempre en la obediencia y la regularidad: ¡no se aprovecha nunca de
su cargo para saltarse en reglamento!”
El 29 de junio de 1954 Miguel hizo su oblación perpetua como Oblato de
María Inmaculada.
El 19 de febrero de 1956 es ordenado sacerdote en la iglesia abacial de
Solognac, en presencia de sus padres y de sus hermanos y hermanas, unidos por
el mismo orgullo y la misma emoción –¡aunque un poco tristes e inquietos viendo
que se acercaba la separación! Conservan de él una imagen fresca y viva a lo
largo de muchos decenios: “Discreto en lo que sentía profundamente, siempre
dispuesto a bromear y a minimizar los avatares de su existencia… era él,
sencillamente él mismo: ¡alegre, bromista, inteligente, animado, atento a los
demás y amante de la vida!”
En los días de la preparación a su ordenación, Miguel, según la
costumbre, había escrito al Superior general de los Oblatos para pedir la
obediencia:
¡Estoy dispuesto a ir a las Misiones, y especialmente a la Misión de
Laos! Abrigo este deseo desde el noviciado, donde recuerdo de haberme
impresionado fuertemente una conferencia del Padre Louis Morin, que murió
después allá víctima del tifus… Ponía un acento tal al hablarnos de su “pobre
Misión de Laos” que yo me sentí dispuesto a seguirlo… Este pensamiento me
ha ayudado en mi vida de trabajo y de oración en el escolasticado…
El 25 de enero de 1957 recibe su obediencia. Tras una breve etapa en
París para recoger las cosas indispensables –todo lo necesario para celebrar la
misa, para el cuidado de los enfermos, etc. –Miguel parte rumbo a Laos, donde
lo acogerá Vientiane el 1º de abril de 1957.
Misionero en Laos
En torno a Pascua de 1957, ahí lo tenemos manos a la obra. Sus escasos
cuatro años de vid misionera en Laos dejaron pocas huellas para la historia.
Sus formadores oblatos de Francia lo habían juzgado inepto para la enseñanza;
pero sus superiores oblatos de Laos, de entrada, tuvieron de él una imagen muy
distinta: lo nombraron miembro del claustro de profesores en el Seminario Menor
de Paksane (1957-1958). Miguel no los decepcionará. En efecto debía tener un
don especial para comunicarse con los muchachos, porque Mons. Luis María Ling,
obispo de Paksé, al día de hoy se siente afortunado de haber tenido, a sus
trece años en la clase de 6º, ¡un profesor de francés tan bueno!
Al mismo tiempo Miguel se inicia en la lengua lao. Hizo rápidamente tal
progreso que tan sólo a la vuelta de un año pudo ser enviado “en brousse” (a la
montaña); y una vez, allí tuvo que emprender el estudio de una lengua
oral totalmente diferente, el kmhmu’, ¡sin contar con los rudimentos del
dialecto thaï-dam! Sin convertirlo en un genio intelectual, hay que subrayar el
error cometido por los doctos autores de ciertos informes relativos a sus
aptitudes…
A finales de 1958, durante el retiro anual, Miguel recibe pues la obediencia
para la misión de Xieng Khouang, la misma en la que el Padre Louis Morin había
sido pionero. Una foto en portada de la revista Pôle et Tropiques lo
presenta saliendo para su aldea de San Tôm, descalzo, sombrero montañés, amplia
sonrisa, tirando de su caballo de carga. Un pobre poblado el que le ha
tocado en suerte, poblado de neófitos kmhmu’ cuya instrucción se había podido
seguir con regularidad. Las reflexiones de Miguel sobre esto, añoradas en el
diario de la misión, dejaba patente sus sufrimientos de misionero, pero también
la grandeza de su espíritu de fe, con tinte fr humor que era uno de los rasgos
interesantes de su carácter. Él simplemente está ahí; se hace todo a todos…
El Padre Joseph Pillain, o.m.i., que fue misionero en Laos durante más
de doce años, nos da un testimonio más general referente a Miguel y a algunos
misioneros más:
Todos eran misioneros admirables, dispuesto a cualquier sacrificio, viviendo
pobremente, en una entrega sin límites. En aquella época tempestuosa, teníamos
todos, en mayor o menor grado, el deseo del martirio, de dar nuestra vida
por Cristo. No teníamos miedo de arriesgar nuestra vida y de aventurarnos en
las zonas consideradas peligrosas… El equipo misionero de Laos estaba profundamente
hermanados entre sí, y muy unidos al obispo. Teníamos todos el anhelo de ir a
los más pobres, visitar las aldeas, curar a los enfermos, y sobre todo de
anunciar el Evangelio…
Debido a las circunstancias, las cartas de Miguel a su familia serán
cada vez más escasas. (Cartas que sin embargo) permitirán a sus hermanos
y hermanas imaginar un poco su vida lejana, su tarea misionera.
Rezuman el mismo tono de desapego, el mismo humor; él sigue siendo muy discreto
en relación con sus dificultades y sufrimientos.
Tampoco descarga el peso de sus dificultades sobre aquellos a quienes
está encargado de evangelizar. Un testigo de aquella época, que era entonces un
niño en una aldea kmhm’ a quien ayudaba el Padre Coquelet, hace un boceo de su
retrato así:
Nos enseñaba el catecismo… después nos daba caramelos. Le ayudábamos en
el huerto o para acarrear agua. Vivía en la iglesia: de hecho, nos disponía más
que un solo edificio dividido en dos, de un lado la iglesia, en el otro la
vivienda del Padre… Recuerdo que recorría el pueblo rezando, con el libro.
Tenía una sotana negra y un crucifijo grande. Al verlo, la gente quedaba
tranquila: había expulsado los malos espíritus… Era tranquilo, no era exigente
ni gritaba como otros Padres. Prestaba fácilmente su caballo...
Otro testigo evoca, con una mirada luminosa, el sacerdote muy querido de
su infancia, y relata una pequeña anécdota que resume muy bien el carácter del
hombre:
Cuando yo era muy pequeño, el Padre Coquelet venía a mi pueblo y se
hospedaba en nuestra casa. Los domingos venía a celebrar la misa. Me acuerdo
muy bien. No había ningún canino para llegar al pueblo, venía con el caballo.
Hablaba kmhmu’. Después de misa nos daba caramelos. Un día, yo tendría
unos cinco años, me habían picado los insectos en el pie y no podía caminar.
Me dio una de sus sandalias, que yo miraba. Se marchó descalzo.
En 1961 el Padre Michel Conquelet residía en Phôn Pheng, pueblo cristiano
a trasmano, cerca de Tha Vieng en la provincia de Xieng Khouang, y que se
llamaba también Ban Houay Nhèng. Se ocupaba de un sector muy vasto: el cantón
de Nam Say, después de Xieng Khong, y la región de Tha Vieng, al pie de la
imponente montaña de Phou Xao, en la carretera de tierra que va –durante la
estación seca- desde Xieng Khouang a Paksane. Según un testimonio, los Padres
habían sido denunciados como espías por los habitantes de las aldeas no
cristianas, por envidia, al constatar el progreso realizado por la influencia
de la misión. Como el resto de los misioneros de la región, el Padre Coquelet
llevaba entonces barba para ser identificado como misionero y no como un americano.
Seguir a Cristo hasta el final
El domingo 16 de abril de 1961Miguel celebra el 2º domingo de Pascua con
su comunidad cristiana. El lunes 17 sale para una gira: lo llamaron para
atender a un herido en Ban Nam Pan. El jueves 20 de abril tenía que regresa a
casa, en bici. Ignoraba aún lo que le había ocurrido el 18 a su compañero y
amigo Luis Leroy, en otro sector de aquella misma región. Algunos testimonios
nos premiten precisar los acontecimientos que rodean esa salida. He aquí el
primero:
Mi padre estab gravemente herido en una pierna ; la guerrilla le
había disparado. Llamamos al Pedre Coquelet, que vino para curarlo. En mi
pueblo no había ni iglesia ni residencia para el sacerdote; así pues se hospedó
en nuestra casa y quedó allí algunos días. Pero la herida era muy grave y mi
padre tuvo que ser operado después en Phonsavane. Mientra estab en
nuestra casa vino a llamarlo el catequista de Houey Nhèng: otro enfermo lo
necesitaba con urgencia. Inmediatamente el Padrd Coquelet agarró su bici para
ir a su casa. Dos o tres días más tarde vinieron de Houey Nhèng,
insistiendo que tenían verdadera necesidad de él con toda urgencia. ¡Así pues
salió de nuestra casa pero no llegó allá! La gente de mi pueblo comenzaron a
buscarlo por todas partes, hasta Xieng Khouang, sin encontrar rastro. Después alguien
declaró que había visto unos soldados entre Nam Pane y Houey Nhèng que
agarraron su bici y la cargaron en un camión militar. Se excavó en el lugar
indicado y Boun Ma golpeó con su azada la cabeza del Padre.
Un segundo testigo se informó por su cuenta, y relata el diálogo
decisivo. No lejos de Xieng Khong Miguel fue arrestado por la guerrilla. Los
soldados le decían: “Tu superior te manda que regreses a Xieng
Khouang”. Miguel replica: “No es verdad: mi superior me lo hubiera dicho
de otro modo, hay mucha gente va i viene a Xieng Khouang. Entonces, dejando la
bici, los soldados lo llevaron a la antigua carretera francesa en dirección a
Ban Sop Xieng. Un poco separado de la carretera, le mandan que excave su tumba.
Miguel lanza a lo lejos la llamada. Por Cristo, por los laosianos, muere de
pie, sin miedo.
Sus parroquianos no pudieron encontrar la tumba; una mujer que pasaba le
advirtió que no buscar más; sus asesinos volvieron para tirar su cuerpo al río.
Al mismo tiempo, la casa-capilla de Sam Tôm había sido saqueada y destruida por
otro destacamento. Acto seguido ocurrió lo de Phôn Pheng; el jefe de ese pueblo
cristiano y su secretario fueron golpeados, encadenados, conducidos por el
poblado, después fusilados, como el Padre, al borde de la carretera.
El Padre Miguel Coquelet fue asesinado in proceso alguno, sin piedad.
Aún no tenía 30 años. Desde entonces su sangre fecunda la tierra laosiana.
La hermana de Miguel que era la que estaba más relacionada con él indica
como comprendió el evento la familia: “No pienso que él deseara morir mártir,
pero, llegado el momento, lo aceptó, probablemente con la pena de no poder
continuar su misión.”
Mons. Alejandro Staccioli, o.m.i., vicario apostólico emérito,
testifica por su parte el espíritu que animaba a esos Oblatos “mártires”,
muertos a principios de los años 1960, entre los cuales se encuentra Miguel:
Quizá no pensaban explícitamente en el martirio, pero no lo excluían: sabían
que al quedarse en Laos, dada la situación y el odio de la guerrilla contra la
Iglesia, corrían el riesgo de ser asesinados. Conscientes de esa eventualidad,
jamás, subrayo el jamás, dijeron ellos que aceptarían de buen grado
abandonar la misión.
Cada uno de ellos dejaba ver claramente que, por el Evangelio en ese
país, ellos se entregaban por entero, que compartían plenamente los
sufrimientos y la miseria de la gente. La Iglesia nace de la Cruz y de
sacrificio. Esto vale también para la Iglesia en país de misión.
Cuando la noticia de la desaparición del Padre Coquelet llega a Paksane,
uno de los Oblatos escribe en el diario de la comunidad:
Cuando el combate se entabla contra tales enemigos, lo trágico es que
ellos se las arreglan para sofocar incluso ese testimonio, para desnaturalizar
lo presentándolo como un crimen político: he ahí la perversión peor, la firma
del demonio… Oración, abandono en la Providencia, el Reino de Dios se siembra
con lágrimas y sacrificio.
Algunos años después, leyendo el diario (« Codex
historicus ») de la estación misionera de Sam Tôm, escrito por
Miguel los años 1958-1959, su compañero Jean Subra escribe:
Con emoción, una emoción profunda he comprendido en ese texto… la dureza
del apostolado en Sam Tôm, que Miguel Coquelet experimentó durante muchos
meses, hasta dos meses escasos antes del sacrificio de su vida, aceptado
generosamente para “permanecer in situ” al lado de
los kmhmu’ que se le habían sido confiados. Si algún día alguien quiere demostrar
cómo un misionero oblato ha sido un apóstol como lo manda el Señor, que lea ese Codex
historicus… Yo no salgo de mi admiración, maravillado del espíritu de
servicio de Miguel a favor de esos kmhmu’.
Esos kmhmu’ fueron bautizados demasiado pronto (me parece a mí). Fue
Miguel quien soportó las pesadas recaídas, de esos bautizados que tal vez no
había hecho un auténtico acto de Fe. Miguel se dio cuenta con lucidez de la
debilidad de esa gente. Sin embargo permaneció firme al pie del cañón. Era un
hombre humorista, un humor maravilloso; y él los amó… El Buen Pastor.
Miguel no huyó… El cayó, lo mataron en su puesto… ¿Se sabrá alguna vez qué
clase de muerte le infligieron? Pero ciertamente él lo aceptó todo por
los kmhmu’ de Sam Tôm, que yo había comenzado a visitar diez años antes (en
1951), después del pueblo de Ban Nam Mon.
Que Miguel Coquelet me ayude ahora a permanecer fiel Jesucristo,
en todo aquello que Él me pedirá todavía para el servicio de la evangelización
del mundo.
De la iglesia saqueada y destruida de Miguel Coquelet, muchos años después
se encontró un pequeño copón, que hoy se conserva en Paksane. Era en oración
ante ese copón, que contenía el sacramento del Cuerpo de Cristo, de donde
Michel sacaba fuerzas para seguir a su Maestro hasta el final, hasta el don
supremo de su vida en favor de Laos.
Carta de Miguel Coquelet
al P. Léo Deschâtelets, o.m.i.,
Superior general de los Misioneros Oblatos
Solignac, el uno de Octubre de 1956
Muy Reverendo y queridísimo Padre,
«Studiis
absolutis, Superiori generali... singuli præsto erunt. [Al terminar los estudios, todo Oblato se pondrá a disposición del
Superior general.]» Después de haber leído y releído este artículo de nuestras
Santas Reglas, tomo la pluma para escribirle no una “petición” de obediencia,
sino el ofrecimiento de mí mismo al servicio del Dueño de la Mies, en el campo
que usted tenga a bien designarme.
Yo me hubiera contentado repitiéndole la antigua fórmula: «Ecce ego, mitte me! [¡Aquí me tiene, mándeme!]» Pero me temo que
esta indiferencia le parezca falta de entusiasmo para los diferentes
ministerios de la Congregación. Por otra parte yo sé que usted quiere conocer
las aspiraciones que el Buen Dios suscita en nuestro corazón, y, sobre todo,
que usted manda a las Misiones solo a voluntarios.
Entonces, es esto lo que yo le diré sencillamente: ¡yo me presento voluntario
para las Misiones, y de manera especial para la Misión de Laos! Quiero decir
que tengo este deseo desde el noviciado, donde, recuerdo, me impresionó
muchísimo una conferencia del Padre Morin, que después murió allí de tifus.
Irradiaba de ese Padre un no sé qué de sobrenatural, y ponía tal énfasis cuando
nos hablaba de su “pobre Misión” de Laos, tan a tono con la Congregación, que
yo me sentí dispuesto a seguirlo. ¿Entusiasmo efímero de juventud? Puede ser.
Pero debía haber algo más, puesto que eso perdura aún, después de siete años, y
este idea me ha ayudado tanto en mi vida de trabajo como en la oración en el
escolasticado.
Yo le manifiesto esto en total sumisión, contento de someterme a su decisión,
porque me sería difícil –siendo cada cual un mal juez en su propia causa-,
discernir entre la naturaleza y la Gracia. Ahora pido a Dios en la oración que
me dé la gracia de estar dispuesto a aceptar su decisión sea cual fuere,
conforme o no con mis aspiraciones, por el sólo móvil de obediencia a lo
que Él quiera.
Reciba, muy Reverendo Padre, con la promesa de mis modestas oraciones,
la expresión de mi filial respeto y de mi entera sumisión, en Nuestro Señor y
María Inmaculada.
Michel Coquelet, o.m.i.
Escolasticado de Solignac
Roland Jacques o.m.i.Michel Coquelet, o.m.i.
Escolasticado de Solignac
Traduc. Joaquín Martínez o.m.i.
El P. Miguel Coquelet con su caballo de carga en gira apostólica
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