Mons. Mario León Dorado, o.m.i. (en la foto), Prefecto
del Sáhara Occidental, de paso por Roma con ocasión de la "visita ad límina" de la CERNA (Conferencia Episcopal de la Región
del Norte de África), me reiteró con insistencia lo que ya me había solicitado
por escrito: que escribiera mi experiencia en el Sáhara, pues andan recogiendo los
testimonios de todos los Oblatos que misionaron en ese Territorio antes de que
mueran. De hecho, algunos de los testigos más valiosos ya no pueden testificar, como
es el caso de Mons. Félix Erviti, primer Prelado de esa Prefectura
Apostólica que dirigió durante 40 años, y Mons. Acacio Valbuena, su inmediato
sucesor. Otros muchos Padres y Hermanos Oblatos que por allí pasaron también han
sido llamados ya por el Dueño de la viña a la Casa del Padre.
El Sáhara, algo más que un recuerdo
Preliminares
El Prefecto Apostólico del Sáhara, Mario León Dorado, me
ha pedido que escriba mi experiencia del Sáhara, porque quieren mandar a la
posteridad la historia la labor de los Oblatos en el Sáhara.
Mi misión o envío al Sahara Occidental fue un hecho
puntual, una decisión totalmente inesperada,
de emergencia. Pedro Antonio Pérez Rueda y Serviliano Riaño González,
profesores de religión en el Instituto de Enseñanza Media en Villa Cisneros
(Dajla) habían regresado a la Península para ampliar estudios. Comenzaba el
curso 1973-74 y esa plaza estaba sin
cubrir. Mons. Félix Erviti Barcelona, Prefecto del Sáhara, instó al Provincial
de los Oblatos de España, Francisco Martín Rodríguez, a que le enviase con
urgencia al menos un Oblato para llenar esa laguna. El Provincial le respondió
que no enviaría a nadie a esa misión (no le parecía oblata esa pastoral); pero
que si él sabía de alguien que se ofreciera voluntario, le pondría luz verde.
Ante esta alternativa Mons. Erviti se desplazó inmediatamente a Madrid con el
fin de convencer a algunos posibles candidatos entre sus “amigos”.
El Provincial acogió al Prefecto en Pozuelo, donde yo residía por entonces con director de la casa de espiritualidad Emaús). Ambos salieron en coche, de mañana, para el Juniorado de El Abrojo (Laguna de Duero, Valladolid) para “reclutar” al P. Ramiro Díaz, entonces ecónomo y profesor en esa escuela apostólica. La comunidad en bloque se opuso a que saliera Ramiro, pues era insustituible en esa casa. Francisco García Pintado se ofreció voluntario; pero, como ya iba a empezar el nuevo curso y estaban distribuidas todas las clases, se negaron a cederlo, a pesar de que el Provincial les prometió que me destinaría a mí para suplirle. Primer intento fallido.
De allí salieron inmediatamente con dirección a Teverga,
Asturias, con miras a convencer al P. Rafael Álvarez Muñiz. Aún no habían llegado
a la carretera nacional cuando Mons. Erviti dijo: “Yo estoy seguro que Rafael
iría con gusto; pero ¿y si la comunidad se opone también allí? Me dijiste que
Joaquín estaba dispuesto a ir donde lo mandases. ¿Aceptaría ir al Sáhara?”
“¡Supongo que sí!” “Pues gira a la derecha y volvamos a Pozuelo”. Mi gran sorpresa fue verlos de
regreso el mismo día de su salida.
Todo esto lo sé por testimonio directo del P. Francisco
Martín, quien me previno sobre el objetivo del repentino regreso. Mons. Erviti
venía a convencerme a que fuera yo al Sáhara. “¿Qué piensas?” Yo le respondí:
“Que piensas tú? Ya sabes que yo no te voté para Provincial, todo lo contrario;
pero ahora eres mi Superior mayor y yo hice un voto de obediencia. Así que…” Me dijo que él era muy amigo de
Mons. Erviti y éste era el primer favor que le pedía y no quería contrariarlo,
que si fuera yo al menos por un año… “¡No se hable más!” Así, por la vía
rápida, fui parachutado al Sáhara Occidental.
Yo deseaba haber ido como misionero a África y, para
ello, sondeé a dos obispos oblatos oblatos que conocía: a Mons. Plumey
(Camerún) y a Mons. Toussaint (Congo). Ambos pasaron mi carta a sendos
provinciales y éstos me aceptaban con sumo gusto. Al mundo animista sí, pero a
misionar entre musulmanes ni lo había pensado ni me apetecía.
Iglesia de Dakjla, ábside por fuera
Hostilidad
ambiental
Despegué de Madrid e hice una escala de dos días en El
Aaiún para poder hablar con Mons. Erviti, a quien le aseguré mi total
disponibilidad y obediencia, dado que era mi superior por doble partida:
religiosa y eclesiásticamente. De allí me enviaron a Villa Cisneros (hou Dakjla), donde me esperaba el P. Ángel
Fernández, único oblato presente en la plaza.
Casi no había abierto la maleta y ya me presentó al
Director del Instituto (un canario) para comenzar de inmediato las clases.
Me encontré con un clima políticamente convulso (ya comenzaba
a mover el Polisario) y un ambiente académicamente
hostil. Uno de aquellos dos oblatos, muy querido por los alumnos, que había
abandonado Villa Cisneros, les escribió una carta diciéndoles que no volvería más
a ese “pueblín matacuras”. ¿Qué había
pasado? Habían surgido ciertas tensiones contra la Misión Católica y un grupo
de de profesores “no me perdonaban que yo me hiciera carne y uña con el P.
Ángel” (palabras del segundo Director, vasco), a quien algunos deseaban
lincharlo por haber intervenido directamente (viajando a Madrid) para defender
los derechos de dos profesoras injustamente expulsadas por la Dirección del
Instituto. Este nuevo Director estaba alarmado y me aseguraba que si lo pudieran matar impunemente,
lo harían.
Yo, ajeno a todo eso, me entregué en cuerpo y alma a una triple
labor: como docente en el Instituto, ministerio en la Parroquia y la acogida de
huéspedes en la residencia de la Misión. Era ésta prácticamente el único
albergue para los no funcionarios ni saharauis residentes o de paso. Había sido
construida para dar Cursillos de Cristiandad; pero éstos se celebraban sólo en
El Aaiún, y por eso estaba vacía.
A pesar de esa hostilidad, yo me encontré muy a gusto con
los fieles, ajeno a esas intrigas. Fui muy bien acogido por los saharauis,
sobre todo los jóvenes, a quienes encontraba cada día en el centro escolar y en
la Misión Católica, donde se sentían acogidos y como en su propia casa. Un
saharaui, el profesor de Corán y Arabía
en el Instituto, era mi mejor amigo y siempre se confiaba a mí cuando no
entendía alguna cosa del claustro de profesores.
Dakjla, ábside por dentro
Ángel, un
cura emprendedor y deportista
El P. Ángel Fernández, único compañero de comunidad,
llevaba en el Territorio 16 años. Era muy conocido y conocía a todo el mundo, te
daba pelos y señales tanto de los españoles como de los saharauis. Acompañaba
al grupo de cursillistas, muy numerosos en otro tiempo, pero mermados cuando yo
llegué. Emprendedor y deportista, entrenaba a varios equipos de balón mano y
baloncesto. De los seis u ocho equipos que había en la plaza, excepto dos (uno
de la OJE, todos saharauis, y el otro de tropa, todos españoles), todos los
dirigía él. Excepto el equipo femenino de baloncesto, todos los equipos
masculinos de la Misión eran mixtos: españoles y saharauis. En ese ambiente y
con el fin de fomentar la amistad y convivencia entre la juventud española y
saharaui, fundó un Club Cultural Deportivo Estudiantes, cuyos estatutos,
bloqueados en El Aaiún, nunca llegaron a Madrid para su aprobación. ¿Motivo?
¡Cómo presentar una institución no gubernamental que abarcaba prácticamente a
toda la juventud de la Villa! Y todos los fondos que el Gobierno enviaba para
la juventud enrolada, en teoría, en las filas de la OJE, ¿a dónde iban a parar?
El Club, a la espera de aprobación gubernamental, tenía
como sede el salón parroquial y funcionaba de maravilla. Tenía incluso un
modesto bar atendido por un joven saharaui, Mamadu, en el que, lógicamente, no
se servían bebidas alcohólicas por respeto a los nativos. El Instituto y el
salón de la Misión Católica eran los dos únicos lugares donde se podían
encontrarse y convivir en plena armonía españoles y saharauis. Estos últimos,
sólo varones.
Había entonces en Dakjla una o dos discotecas nada recomendables. Los
jóvenes se sentían atraídos por esos centros de corrupción. Para ofrecerles una
alternativa sana, el P. Ángel decidió ofrecer baile en el salón, sólo un par de
horas, las tardes del sábado y del domingo. Puertas abiertas a los adultos,
sobre todo a los padres españoles. También nosotros, los sacerdotes, entrábamos
con normalidad para tomar un refresco en la barra o para chalar con los
muchachos. Pero las chicas eran todas españolas. ¡Aquí estalló la bomba! ¡Cómo
iban a permitir los oficiales que sus hijas bailaran con saharauis! Dicho sea
de paso, yo había vivido en otros países y por doquiera me sentí orgulloso de
ser español. Allí comencé a tener vergüenza de mi nacionalidad, por esa
discriminación un tanto racista por parte de los dirigentes.
La víspera de las vacaciones navideñas las autoridades
asestaron el golpe mortal. Cuando regresé del Instituto a la Misión, el P.
Ángel me explicó lo ocurrido aquella mañana: un soldado vino a entregarle un
escrito oficial en el que se le hacía saber que la autoridad competente había
decretado el cierre del Club Cultural y Deportivo Estudiantes hasta que no
llegase la aprobación de sus Estatutos.
Ángel reaccionó de inmediato: intentan bloquear el
encuentro entre jóvenes durante las vacaciones. Cerrado el Instituto, los españoles pueden acudir,
conforme a la “categoría” de sus padres, a la residencia de oficiales, a la de
suboficiales o a otro centro civil de pescadores y obreros; pero los saharauis
no tienen a dónde ir. ¡Qué se aburran y se mueran de asco!
No lo pensó dos veces: a mediodía se cierran las oficinas
y no funcionarían durante el período vacacional, no podemos llamar a El Aaiún.
¡Hay que actuar enseguida! Contestó con otro documento redactado a toda prisa con
el cual acusaba recibo del escrito de la autoridad española de la localidad;
pero hacía saber a la autoridad competente que a partir de ese momento el salón
parroquial quedaba abierto para todas las actividades pastorales que él, en
calidad de Superior de la Misión y Párroco de la Virgen del Carmen, juzgara
conveniente. Firma, sella y a un monaguillo: “¡Vete corriendo y entrega esta
carta antes de que cierren!”
Declaración
de guerra
Era la declaración de guerra. El listón de la hostilidad
contra la Misión y los Oblatos subiría a alturas insospechadas, hasta tal punto
que día y noche dos soldados montaban guardia para controlar a toda persona que
osara poner los pies en nuestra casa. El Coronel Mariñas, máxima autoridad
militar de la plaza, llegó incluso a recordar al Capitán legionario Almazán,
cursillista y buen amigo, que no era bien visto que se visitase a los Padres de
la Misión. El Capitán se le cuadró y le dijo: “Mi Coronel, los Jefes me los
imponen ustedes; pero mis amigos los elijo yo”. Desgraciadamente no se podía
exigir ese valor a todos los feligreses. Intentaban condenarnos al ostracismo.
Precipitación
de los acontecimientos
Días antes, el 20 de diciembre de 1973, como todo el
mundo sabe, tuvo lugar el atentado de ETA contra Carrero Blanco, Jefe el
Gobierno de España, siendo Jefe de Estado Francisco Franco.
Entre la oficialía de Villa había una subterránea pero
fuerte oposición a la Iglesia. Al Papa nunca lo denominaban Pablo VI, sino
Montini, dolidos por el famoso telegrama que este Cardenal, siendo Arzobispo de
Milán, y en nombre de los alumnos de la Universidad Católica del Sagrado
Corazón, había enviado a Franco suplicándole clemencia a favor de un condenado
a muerte.
Recordemos, en fin, los gritos contra el Cardenal
Arzobispo de Madrid y Presidente de la CEE en el funeral del Almirante Carrero:
“Tarancón al paredón!”
Para las autoridades, en Villa Cisneros, la Iglesia
éramos nosotros, los curas de la Misión. Yo mismo recibí alguna carta anónima
en la que me llamaban Tarancón.
Jóvenes reaccionarios, hijos de oficiales militares, nos
arrancaban los posters litúrgicos que Ángel ponía en la entrada de la Iglesia.
En ese clima tan revuelto teníamos que celebrar la Misa
del Gallo. Iban a asistir casi todos los españoles, amigos y enemigos de la
Misión. De hecho el templo se llenó hasta la bandera. Pero, en ese clima, ¿qué
homilía se podría predicar? Ángel me dijo que el Cardenal Tarancón había
escrito una carta publicada en la revista Ecclesia,
titulada “Los caminos por donde viene y por dónde no viene Dios”. Era muy oportuna y valiente; pero un poco
larga. Ángel se encargó de entresacar algunos párrafos, que podían aplicarse
perfectamente a la situación que estábamos viviendo allí. Me echó el toro, me empujó
a que celebrase yo solo Misa de Medianoche y el celebraría la del día de
Navidad por la mañana. Se quedó viendo los toros desde la barrera, en el confesionario, durante la Misa.
En la asamblea había mucha expectación. Apenas comencé a
leer el escrito del Cardenal, el hijo de un Comandante gritó: “¡Cállate! ¿No
basta lo de Madrid?” Yo no sabía cómo reaccionar. Tras un breve tenso silencio
proseguí la lectura.
Al final de la Misa, como en la corrida de toros,
división de opiniones: unos en la calle, arropando a las autoridades, exigían a
voz en grito que me expulsaran del Sáhara. Otros, los menos, indignados, entraron
a la casa de la Misión diciendo que era la primera vez que allí se increpaba al
sacerdote en la iglesia y que, si en lugar de ser el hijo de un oficial,
hubiera sido otro cualquiera, las autoridades militares no lo dejarían hacer
noche en el Territorio.
En días sucesivos, el padre del joven increpante comenzó
a venir a Misa a diario y se me plantaba de pie ante el ambón en actitud
desafiante. A partir de ese momento yo no era capaz de hacer homilía. Leía
textos del Papa, por si me denunciaban. Un domingo no pude más y exploté
mostrando lo papeles y diciendo a la asamblea que era la primera vez en mis
años de sacerdote que me veía obligado a leer la homilía, y que además ésta no
era mía, sino del Papa. ¿Estamos celebrando o profanando el Sacramento de la
Unidad de los cristianos? Aquello cayó
como una bomba y las máximas autoridades militares, siempre en el primer banco,
bajaban la cabeza hasta las rodillas. Al momento de dar la paz, pedí perdón al
que me había increpado y dije que, si estaba presente, le invitaba a abrazarnos
para hacer las paces. Lo hizo, pero ¡ojalá nunca se me hubiera ocurrido! El
remedio fue peor que la enfermedad. ¡Qué comentarios me llegaban! Nunca he
orado y llorado tanto por la noche ante el Sagrario, diciendo: “Señor, ¿qué
quieres que haga? “¿Me quedo o me voy?”
Monseñor
entra por fin en escena
Como hijo de obediencia, no podía decidir por mi cuenta.
Escribí a Mons. Erviti exponiéndole lo que estaba pasando y que, si yo era la
causa de aquella situación insostenible, estaba dispuesto a irme inmediatamente
para que se restableciera la paz. No hubo respuesta ni reacción hasta el día en
que le llegó una denuncia del Capitán General de Canarias (de quien dependía el
Sáhara) instándole a que expulsara de la Misión a un cura llamado “Agustín”. Le
respondió que no había ningún sacerdote en la Prefectura con ese nombre; pero
rápidamente se presentó en Villa Cisneros, sin previo aviso, para tener
información de primera mano y saber qué responderle.
Yo esa mañana, ajeno a todo, seguía en el Instituto con
mis clases de Religión. El P. Ángel estaba aclarándole la situación cuando en
esto entra en la misión, un tanto alegre y locuaz bajo los efectos del líquido
etílico, un suboficial, paisano y amigo del P. Ángel, pidiéndole a gritos una
copa. Se quedó de piedra al toparse con el Prefecto Apostólico. “¡Hombre,
llegas en el momento oportuno! Dile a Monseñor lo del acoso y vigilancia de la
Misión”. Era a él a quien le habían encomendado ese cometido. “In vino
veritas”, decían los latinos. Habló sin pelos en la lengua y Monseñor, muy
indignado, decía que esto no podía quedar así, que ahora podría responder al
Capitán General, etc.
Situación
muy incómoda
Yo proseguí mi labor docente y pastoral, consciente de
que mi presencia allí no era grata para algunos.
Terminados los exámenes de fin de curso, estaba
preparando mi maleta, cuando un día, al finalizar la celebración de la
Eucaristía, pasó a la sacristía un feligrés, muy religioso, para encargar unas
Misas por sus padres. “Padre Joaquín, ¿es
verdad que usted se va?” “¡Pasado mañana!”. “Pero volverá, ¿no?” “Sí, la
espalda”. Entonces, en tono solemne me dijo: “Usted, Padre, está muy
equivocado. La gente le quiere y admira. Al P. Ángel lo valoran por el deporte
y su labor con los jóvenes; pero a usted lo admiran y lo quieren como
sacerdote”. Yo le repliqué que si había
cristianos convencidos en Villa Cisneros, tenían todos un nombre común:
Nicodemo. No se atrevían a dar la cara.
Este señor era uno de los dos policías secretas, el jefe, que apenas
tenían gran campo de acción en un territorio militarizado, pero que eran quienes
mejor conocían la situación.
Aquí podría concluir el relato de mi breve pero fuerte
experiencia de mi paso por el Sáhara. Algunos de mis hermanos oblatos, años más
tarde, comentaban que, de todos los oblatos que habíamos estado en el Sáhara,
había dos que estaban muy marcados por esa estancia: el P. Alejandro Tacoronte
y yo. Del primero lo comprendían, pues estuvo varios años; pero yo que estuve
sólo uno… Sólo uno, pero fue muy intenso.
Evaluación
personal
Como valoración global de la presencia de los Misioneros
Oblatos en el Sáhara, a bote pronto, me vienen a la mente algunas
constataciones:
1ª
Afecto de los fieles españoles.
Durante el período
de la presencia de los españoles, se hizo con éstos una labor pastoral muy
valiosa, mediante el ministerio ordinario, las clases de Religión, la
catequesis, encuentros y reuniones de grupo…Pero sobre todo con métodos más
excepcionales, como por ejemplo los Cursillos de Cristiandad. Para avalar esta
afirmación, una anécdota: en los años 90, siendo Provincial, visité a los pocos
Oblatos que allí permanecían. Era el resto de Israel: Mons. Acacio Valbuena, el
incombustible y tan querido P. Camilo González Riaño, el P. Enrico D’Onofrio
italiano) y, por poco tiempo, el P. Loïq Mégret (francés). Aprovechando esa
visita, como tenía que hacer escala en Las Palmas de Gran Canaria, me instaron
a que tomase parte, como representante de los religiosos, en una Mariápolis, un
encuentro-convivencia de varios días organizado por el Movimiento de los
Focolares. Cuando me presentaron como Oblato, acudieron a mí varias personas
adultas que me preguntaban si conocía a Mons. Erviti y a diversos padres que
estaban o habían estado en el Sáhara. Se hacían lenguas de ellos. Eran antiguos
“colonos” del Territorio vecino que estaban marcados por la labor pastoral de los
Oblatos. Los recordaban emocionados y agradecidos.
(N.B. Actualmente, los feligreses, más que españoles, son casi todos miembros de la ONU)
(N.B. Actualmente, los feligreses, más que españoles, son casi todos miembros de la ONU)
Tras la tristemente célebre Marcha Verde, la salida
fulminante de los españoles y la precipitada ocupación de los marroquíes,
muchos saharauis, sobre todo jóvenes, huyeron
a Tinduf y comenzaron la guerra de guerrillas. Pues bien, los cabecillas le
dijeron a Mons. Erviti que si un día atacaban El Aaiún, que los Padres no
salieran de la Misión, que era el lugar más seguro para ellos, que podían ser
atacadas y derrumbarse muchas casas;
pero que a la Misión Católica no la atacarían jamás.
¿Explicación de esta actitud? El Beato José Gérard, apóstol
de Lesoto, tan querido de los basutos, hablando desde su propia experiencia
misionera, decía que el secreto para ser amado era amar a todos. Y los
saharauis sabían que los Oblatos los amaban, aunque no fueran cristianos ni los
misioneros pretendieran que se hicieran.
Obras son amores. Por ejemplo, a la llegada de los
Oblatos sólo e impartía en las escuelas del Territorio enseñanza primaria, de
la que se beneficiaban españoles y nativos. Pero al llegar a bachillerato, los
primeros salían para las Islas
Afortunadas o para la Península para proseguir los estudios, mientras que
los segundos quedaban varados en las arenas del desierto.
En esa situación, Mons.
Erviti removió Roma con Santiago (léase Madrid y El Aaiún) para erigir dos
Institutos de Enseñanza Media: el de El Aaiún y el de Villa Cisneros. Al
principio, a falta de personal civil, el propio Erviti fue nombrado Director de
los dos centros y después él, a su vez, nombró Subdirector o Subdirectora para el de
Villa. Al principio, los Oblatos tuvieron que hacerse cargo de varias
asignaturas, pero una vez que hubo suficiente profesorado civil, se limitaron a
las clases de Religión, confiando la clase de Corán y Arabía a profesores musulmanes nativos. Los jóvenes de entonces,
hoy adultos, saben que si pudieron cursar estudios superiores, directa o
indirectamente, se lo deben a los Oblatos. (El P. Rafael Álvarez, en la foto, un testigo excepcional)
3ª Diálogo interreligioso
Personalmente viví algunas experiencias interreligiosas
de comunión de alma inolvidables con algún verdadero creyente musulmán. Entre
esos adultos uadelín (hijos de las nubes) había auténticos
místicos. Por entonces yo decía que estaba dispuesto a quedarme en el Sáhara,
incluso tras la salida del gobierno y ejército de España, para ayudar a los
jóvenes saharauis, que se decían musulmanes por nacimiento, a serlo de verdad. Me
decían, por ejemplo, que creer en Dios sí; pero eso de rezar en plena calle o no
poder beber alcohol o comer jalufo
(carne de cerdo), no les parecía bien, pues no comprendían por qué el P. Ángel
o Joaquín podían comer jamón y, como eran cristianos, no pecaban;
en cambio a ellos, porque eran musulmanes, les estaba prohibido. “Si es el mismo y único Dios, ¿cómo puede
haber dos leyes distintas, una para los cristianos y otra para los musulmanes?”
Corrían el riesgo de tirar el niño con el agua sucia.
Joaquín Martínez Vega, o.m.i.
Pero los feligreses que acuden a Misa a la iglesia-misión de El Aaiún
ya no llenan el templo como ocrría en tiempo de los españoles.
Son un reducido número internacional de católicos de la ONU.
Mons. Valbuena con los PP. Camilo y Loïq (arriba)
y Enrico y Camilo (debajo)
y Enrico y Camilo (debajo)
Mario León Dorado (español) y Valerio Eko (congoleño)
aseguran hoy la presencia de la Iglesia en el Sáhara
Pero los feligreses que acuden a Misa a la iglesia-misión de El Aaiún
ya no llenan el templo como ocrría en tiempo de los españoles.
Son un reducido número internacional de católicos de la ONU.
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