lunes, 22 de agosto de 2016

Jesús, único Maestro


Palabra de Vida 
agosto 2016




«Uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos» (Mt 23, 8).


Hace ya más de 70 años que se vive la Palabra de vida. Llega esta hojita a nuestras manos y leemos su comentario, pero lo que quisiéramos que permaneciese es la frase que se propone, una palabra de la Escritura, en muchos casos de Jesús. La «Palabra de vida» no es una simple meditación, sino que en ella es Jesús quien nos habla, nos invita a vivir, llevándonos siempre a amar, a hacer de nuestra vida un don.


Es una «invención» de Chiara Lubich, que contó así su origen: «Tenía hambre de la verdad, y de ahí que estudiase filosofía. Es más, como muchos otros jóvenes, buscaba la verdad y creía que la encontraría estudiando. Pero he aquí una de las grandes ideas en los primeros días del Movimiento, y que comuniqué enseguida a mis compañeras: “¿Para qué buscar la verdad, cuando esta vive encarnada en Jesús, el hombre-Dios? Si la verdad nos atrae, dejémoslo todo, busquémoslo a Él y sigámoslo”. Y así lo hicimos».

Tomaron el Evangelio y comenzaron a leerlo palabra por palabra. Les pareció completamente nuevo. «Cada palabra de Jesús era un haz de luz incandescente: ¡puramente divino! […] Sus palabras son únicas, eternas […], fascinantes, escritas con divino esplendor, […] eran palabras de vida, para traducir en vida, palabras universales en el espacio y en el tiempo». No les pareció que estuviesen estancadas en el pasado ni que fuesen un simple recuerdo, sino palabras que Él seguía dirigiéndonos a nosotros y a cualquier persona de todo tiempo y latitud»[1].

Pero ¿de verdad Jesús es nuestro Maestro?

Estamos rodeados de muchas opciones de vida, de muchos maestros de pensamiento, algunos aberrantes, que inducen incluso a la violencia, y otros rectos e inspirados. Pero las palabras de Jesús poseen una profundidad y una capacidad envolvente que otras palabras –sean de filósofos, políticos o poetas– no tienen. Son «palabras de vida», se pueden vivir y dan la plenitud de la vida, comunican la vida misma de Dios.
Cada mes destacamos una, y así, lentamente, el Evangelio penetra en nuestro ánimo, nos transforma, nos lleva a adquirir el pensamiento mismo de Jesús, lo que nos hace capaces de responder a las situaciones más variadas. Jesús se convierte en nuestro Maestro.

A veces podemos leerla con otros. Quisiéramos que el propio Jesús, el Resucitado, vivo en medio de quienes estamos reunidos en su nombre, nos la explicase, nos la actualizase, nos sugiriese cómo ponerla en práctica.

Pero la gran novedad de la «Palabra de vida» consiste en que podemos compartir la experiencia y la gracia que nacen de vivirla, tal como Chiara explica refiriéndose a lo que sucedía al inicio y sigue vigente hoy: «Sentíamos el deber de comunicar a los demás lo que experimentábamos, pues éramos conscientes de que, al comunicarla, la experiencia permanecía para edificación de nuestra vida interior; mientras que, si no la comunicábamos, el alma se empobrecía lentamente. Así pues, vivíamos con intensidad la palabra durante todo el día y nos comunicábamos los resultados no solo entre nosotros, sino también a las personas que iban añadiéndose al primer grupo. […] Cuando la vivíamos, ya no era yo o nosotros los que vi­víamos, sino la palabra en mí, la palabra en el grupo. Y esto era una revolución cristiana con todas sus consecuencias»[2].
Lo mismo puede sucedernos a nosotros hoy. 


Fabio Ciardi, o.m.i.
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[1] Cf. C. Lubich, La palabra de vida (1975): Escritos espirituales/3. Todos uno, Ciudad Nueva, Madrid 1998, p. 124.

[2] Ibid., pp. 129-130.

domingo, 21 de agosto de 2016

¡Misericórdiame!



¿Serán pocos los que se salvan?

Es la pregunta clave de este pasaje evangélico proclamado en el Domingo XXI del T. O.
Allá por los años 50 Pío XII lanzó un grito de alarma: “El mundo camina hacia la ruina”.
El P. Ricardo Lombardi, jesuita,  recogió ese desafío y arrancó con el Movimiento por un Mundo Mejor, que tanto bien hizo como preparación para el Concilio Vaticano II. Yo tuve la suerte de tomar parte en sus famosas “ejercitaciones”.
El mundo caminaba, camina, hacia la ruina; pero ¿caerá al abismo? ¿Serán pocos los que se salvan?
Las lecturas bíblicas de hoy, como mensaje global, apuntan más bien hacia la salvación universal. Todos estamos llamados a la salvación. Más aún, “en esperanza ya estamos salvados”, asegura S. Pablo. Objetivamente todos estamos salvados, toda la humanidad ya está redimida. Jesucristo dio su vida por la salvación del mundo entero.
Pero esa salvación no es mágica, automática: “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti “ (S. Agustín). Y aquí entra el dilema de la “puerta estrecha” y “el camino ancho”, cómodo.
La salvación universal es un designio de amor. Dios, que es Amor, no puede no querer mi salvación personal. Pero el amor no se impone, se propone. ¡Cuántas veces en el Evangelio Jesús plantea como “conditio sine qua non”: “SI QUIERES…” Corre el riesgo de condenarse únicamente quien se niegue a aceptar ese amor, quien dé las espaldas a Dios-Amor.

Entre las diversas definiciones del pecado, Santo Tomás emplea una muy expresiva haciendo un juego de palabras en contraste: AVERSIO-CONVERSIO. El pecado sería “aversio a Deo propter conversionem ad creaturas” (dar la espalda a Dios por ir tras las creaturas), y, claro, la creatura preferida soy yo, mi egocentrismo. No, no es que yo quiera explícitamente ofender a Dios, es que prescindo de él, le doy la espalda, lo ignoro, por buscarme a mí mismo.
En concreto, ¿Cómo entrar por “la puerta estrecha” que lleva a la salvación, es decir, a Dios? ¡A Dios, que es nuestro único verdadero bien!
Esa puerta es Jesús. “Nadie puede llegar al Padre si no por mí”.  Si quieres salvarte, “niégate a ti mismo, ven y sígueme”. Seguirle consiste en vivir como él, dejarse guiar por su Espíritu: “Lo que al Padre le agrada eso es lo que yo hago siempre”. “No mi voluntad sino la tuya”.
Para ser cristiano no basta mortificarse (negarse a sí mismo), hay que estar “muertos”, vivir muriendo. “Para mí vivir es Cristo y una ganancia el morir”.  Vivir muriendo, morir para vivir.
Si yo vivo el querer de Dios aquí  y ahora, si vivo su voluntad en el momento presente, ya estoy viviendo en Dios, porque, en Él, el SER y el QUERER coinciden. Si estoy en su voluntad, estoy en Dios. Y si me sorprende la muerte, estoy salvado.

Pero hay una coletilla desconcertante en este Evangelio: los que se acercan a la puerta y la encuentran cerrada. “¡Señor, ábrenos!”
-  “No sé quiénes sois”.
-   “Pero si te hemos escuchado, hemos comido contigo…”
 Y yo podría añadir: “Pero si soy cristiano, un consagrado, un sacerdote, misionero… Pero si he dedicado mi vida a darte a conocer y a hacerte amar…”
Es verdad: he dedicado mi vida a las cosas de Dios, pero ¿he buscado a Dios o me busco a mí mismo también en la cosas de Dios? ¡He aquí la incógnita que me inquieta!

Dios mío, “misericórdiame” (neologismo del papa Francisco).