«Perdona
a tu prójimo el agravio, y, en cuanto lo pidas, te serán perdonados tus
pecados» (Si 28, 2).
En una sociedad violenta como aquella en
que vivimos, el perdón es un tema difícil de afrontar. ¿Cómo se puede perdonar
a quien ha destruido una familia, a quien ha cometido crímenes inenarrables o,
más sencillamente, a quien nos ha herido en cuestiones personales, arruinando
nuestra carrera o traicionando nuestra confianza?
El primer impulso instintivo es la
venganza, devolver mal por mal, desencadenando una espiral de odio y
agresividad que embrutece a la sociedad. O interrumpir toda relación, guardar
rencor y ojeriza, en una actitud que amarga la vida y envenena las relaciones.
La Palabra de Dios irrumpe con fuerza en
las más variadas situaciones de conflicto y propone sin medias tintas la
solución más difícil y valiente: perdonar.
Esta vez la invitación nos llega de un
sabio del antiguo pueblo de Israel, Ben Sira, que muestra lo absurdo que es
pedir perdón a Dios y no saber perdonar. «¿A quién perdona [Dios] los pecados?
–leemos en un antiguo texto de la tradición hebraica–. A quien sabe perdonar a
su vez». Es lo que nos enseñó el propio Jesús en la oración que dirigimos al
Padre: «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos
ofenden» (cf. Mt 6, 12). También nosotros nos equivocamos, y cuando ocurre ¡nos
gustaría que nos perdonasen! Suplicamos y esperamos que se nos dé de nuevo la
posibilidad de volver a empezar, que vuelvan a confiar en nosotros. Si a
nosotros nos ocurre eso, ¿no les ocurrirá lo mismo a los demás? ¿No debemos
amar al prójimo como a nosotros mismos?
Chiara Lubich, que sigue inspirando
nuestra comprensión de la Palabra, comenta así la invitación a perdonar: «no es
olvidar, que en muchos casos significa no querer mirar de frente la realidad;
el perdón no es debilidad, es decir, no tener en cuenta un error por miedo a
quien lo ha cometido, que es más fuerte. El perdón no consiste en afirmar que
lo que es grave no tiene importancia, o que está bien lo que está mal. El
perdón no es indiferencia. El perdón es un acto de voluntad y de lucidez –por
tanto, de libertad– que consiste en acoger al hermano tal como es a pesar del
mal que nos ha hecho, como Dios nos acoge siendo pecadores a pesar de nuestros
defectos. El perdón consiste en no responder a la ofensa con la ofensa, sino en
hacer lo que dice Pablo: “No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al
mal con el bien” (Rm 12, 21). El perdón consiste en abrir a quien te hace daño
la posibilidad de una nueva relación contigo, es decir, la posibilidad para él
y para ti de volver a empezar la vida, de tener un futuro en que el mal no
tenga la última palabra».
La Palabra de vida nos ayudará a
resistir a la tentación de responder igual, de devolver el mal inmediatamente.
Nos ayudará a ver con ojos nuevos a quien es nuestro «enemigo», reconociendo en
él a un hermano, aunque sea malo, que necesita alguien que lo ame y lo ayude a
cambiar. Será nuestra «venganza de amor».
«Dirás: “Pero es difícil” –prosigue
Chiara en su comentario–. Está claro. Pero ahí está la belleza del
cristianismo. No en vano sigues a un Dios que, al apagarse en la cruz, pidió
perdón a su Padre por quienes le habían dado muerte. Ánimo. Comienza una vida
así. Te aseguro una paz inusitada y una alegría desconocida». Fabio
Ciardi
Juan Pablo II al ser herido en la Plaza de S. Pedro