PALABRA DE VIDA – Nov.2016
«Todo lo puedo en
Aquel que me conforta» (Flp 4, 13).
Hay momentos en que nos sentimos contentos, llenos
de fuerza, y todo parece fácil y ligero. Otras veces nos asaltan dificultades
que amargan nuestros días. Pueden ser los pequeños fallos al amar a las
personas que tenemos al lado, la incapacidad de compartir con otros nuestro
ideal de vida. O sobreviene una enfermedad, apuros económicos, desilusiones
familiares, dudas y tribulaciones interiores, la pérdida del trabajo,
situaciones de guerra…, situaciones que nos abruman y parecen no tener salida.
Lo que más nos pesa en estas circunstancias es sentirnos obligados a afrontar
solos las pruebas de la vida, sin el apoyo de alguien capaz de prestarnos una
ayuda decisiva.
Pocas personas como el apóstol Pablo han vivido con
tanta intensidad alegrías y dolores, éxitos e incomprensiones. Pero él supo
perseguir con valentía su misión sin caer en el desánimo. ¿Era un superhéroe?
No, se sentía débil, frágil e inepto, pero poseía un secreto, y así se lo
comunica a sus amigos de Filipo: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta».
Había descubierto en su vida la presencia constante de Jesús. Incluso cuando
todos lo abandonan, Pablo nunca se siente solo: Jesús permanece cerca de él. Y
Él era quien le daba seguridad y lo empujaba a seguir adelante, a afrontar
cualquier adversidad. Jesús había entrado plenamente en su vida y se había
convertido en su fuerza.
El secreto de Pablo puede ser también el nuestro.
Todo lo puedo cuando, incluso en medio del sufrimiento, reconozco y acojo la
cercanía misteriosa de Jesús, que se identifica con ese dolor y carga con él.
Todo lo puedo cuando vivo en comunión de amor con otros, porque entonces Él
viene en medio de nosotros, tal como prometió (cf. Mt 18, 20) y me siento
sostenido por la fuerza de la unidad. Todo lo puedo cuando acojo y pongo en
práctica las palabras del Evangelio, pues me hacen atisbar el camino que estoy
llamado a recorrer día a día, me enseñan cómo vivir, me dan confianza.
Tendré la fuerza para afrontar no solo mis pruebas
personales o las de mi familia, sino también las del mundo que me rodea. Puede
parecer una ingenuidad o una utopía, ¡con lo inmensos que son los problemas de
la sociedad y de los pueblos! Y sin embargo, todo lo podemos con la presencia
del Omnipotente; todo y solo el bien que Él, con su amor misericordioso, ha
pensado para mí y para los demás a través de mí. Y si no se realiza
inmediatamente, podemos seguir creyendo con esperanza en el proyecto de amor de
Dios, que abraza la eternidad y se cumplirá de todos modos.
Bastará con trabajar «entre dos», como enseñaba
Chiara Lubich: «Yo no puedo hacer nada en ese caso, por esa persona querida en
peligro o enferma, por esa circunstancia intrincada… Pues bien, haré lo que
Dios quiere de mí en este momento: estudiar bien, barrer bien, rezar bien,
atender bien a mis niños… Y Dios se encargará de desenredar esa madeja, de
consolar a quien sufre, de resolver ese imprevisto. Es un trabajo entre dos, en
perfecta comunión, que requiere de nosotros una fe grande en el amor de Dios
por sus hijos y, por nuestro modo de actuar, le da al mismo Dios la posibilidad
de tener confianza en nosotros. Esta confianza recíproca obra milagros. Se verá
que, donde no llegamos nosotros, llega verdaderamente Otro que actúa
inmensamente mejor que nosotros»