…así vivían y andaban por los “caminos” (¡?) los
Misioneros Mártires de Laos. ¿Descalzos? Pues sí, al decir de uno de ellos, era más
práctico y expeditivo, porque al atravesar los charcos, tanto el caballo como
el Misionero salían del agua con muchas sanguijuelas y en tierra seca se veían
mejor que con sandalias. ¿Pensarían alguna vez que la sangre que no chupaban esos
vampiros acuáticos podría ser derramada cruentamente por ser fieles a su fe en
Jesucristo? Parece que sí. Sigue leyendo y verás lo que se dice de uno de ellos,
el P. Mguel Coquelet, OMI.
El Padre Miguel Coquelet, o.m.i. 1931-1961
Testigo de Jesucristo en Laos, Martirizado el 20 de abril en Laos
Miguel Coquelet, 3º de los Mártires Oblatos de Laos, nació el 18 de agosto de 1931 en Wignehies, al Norte de Francia, en el seno de una modesta familia obrera, cristiana practicante. Era el tercero de seis hijos. Formaban una familia alegre y muy unida, como da prueba de ello la frecuente correspondencia mantenida con Miguel. Se conservan 228 cartas a los suyos, desde 1948 hasta su muerte. Cuando ésta le sorprendió aún no había cumplido los 30 años.
Gracias a
un maestro que tuvo a Miguel como alumno de 1940 a 1942 se puede descubrir más
íntimamente el trabajo de la gracia en
su corazón infantil, escribe: “Michel
Coquelet, mi brillante alumno, tan dulce y disciplinado, demasiado juicioso…
Este niño estaba ya pletórico de misticismo. Alumno demasiado perfecto, un
enigma para mí; pero su compromiso al servicio de Dios y de los hombres no me
sorprendió en absoluto. Cada mañana Michel, monaguillo modelo, ayudaba a misa con fervor. El catecismo lo
impartía don Jacques Barenton, un sacerdote modelo. Este hombre arriesgó su vida por auxiliar a
un anciano víctima de los nazis. En 1940 se entregó a la Gestapo para
reemplazar a su anciano párroco que había sido herido gravemente. Se llevaron a
los dos. Jacques Barenton murió en un campo de concentración”. Según este
maestro, estas dos figuras heroicas de sacerdotes jugaron un papel central en
la juventud del futuro misionero.
Pese a la
dureza de la vida y las privaciones de los años de guerra, la familia Coquelet
optó por dar a Miguel una educación cristiana de verdad. En 1942 entra,
interno, en el Colegio católico de Saint
Grégoire de Pithiviers, a 20 km de su casa. Será en ese contexto donde se va a
precisar en el corazón de Miguel el deseo de seguir a aque-llos dos sacerdotes,
testigos de la caridad, que le habían impactado durante los años de su
permanencia en Puiseaux.
La larga preparación de un misionero
Con el
bachillerato terminado y un informe elogioso, Miguel Coquelet entra en el noviciado
de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada en La Brosse-Montceaux
(Seine-et-Marne). Uno de sus compañeros, después de muchos años, lo recuerda
así: “Conocí a Miguel en el noviciado. Era al mismo tiempo discreto, alegre,
con mucho humor. Era un hermano serio, amable y fraterno. Generoso de
verdad y lleno de fe”.
En
septiembre de 1949, después de hacer los votos religiosos, Miguel es enviado
con sus con-novicios al nuevo escolasticado de los Oblatos, la abadía de
Solignac en Haute-Vienne. Allí cursa los estudios de filosofía y teología, y,
con una vida espiritual y comunitaria intensa, se prepara para el proyecto que
había elegido: ser sacerdote y ejercer el ministerio sacerdotal como religioso
misionero.
Miguel
permanecerá en Solignac hasta su salida para Laos en 1957, exceptuando los
dieciocho meses de mili. El servicio militar obligatorio no fue un tiempo
totalmente perdido. Miguel descubre por vez primera las tierras lejanas: da
“clases” en Argel. Lo destinan a la enfermería. Esa tarea lo marca fuertemente
pero, pese a haber solicitado destino en el hospital, lo envían como
meteorólogo a un oasis en la frontera del Sahara.
De regreso
a Solignac, Miguel reanuda sus estudios y la vida de futuro misionero. Pero ha
traído de Argelia una verdadera pasión por el cuidado de los enfermos, a los
que se entregará a tope. Efectivamente, el superior del escolasticado escribe:
“Enfermero jefe, Miguel se entrega a esa tarea con una gran caridad, espíritu
sobrenatural y mucha discreción. Es competente en ese campo”. Y añade que eso
lo ejerce “siempre en la obediencia y la regularidad: ¡no se aprovecha nunca de
su cargo para saltarse el reglamento!”
El 29 de
junio de 1954 Miguel hizo su oblación perpetua como Oblato de María Inmaculada.
El 19 de febrero de 1956 es ordenado sacerdote. Durante los días de la
preparación a su ordenación, Miguel, según la costumbre, había escrito al
Superior general de los Oblatos para pedir la obediencia:
“¡Estoy
dispuesto a ir a las Misiones, y especialmente a la Misión de Laos! Abrigo este
deseo desde el noviciado, donde recuerdo que me impresionó fuertemente una
conferencia del Padre Louis Morin, quien murió después allá víctima del tifus…
Ponía un acento tal al hablarnos de su ‘pobre Misión de Laos’ que yo me sentí dispuesto a se-guirlo. Este
pensamiento me ha ayudado en mi vida de trabajo y de oración durante el
escolasticado”.
El 25 de
enero de 1957 recibe su obediencia. Miguel parte rumbo a Laos, donde lo
acogerán en Vientiane el 1º de abril de 1957.
Misionero en Laos
En torno a
Pascua de 1957 ya está manos a la obra. Sus escasos cuatro años de vida
misionera en Laos dejaron pocas huellas para la historia. A finales de 1958,
durante el retiro anual, Miguel recibe la obediencia para la misión de Xieng
Khouang, la misma en la que el Padre Louis Morin había sido pionero.
Una foto en
la portada de la revista Pôle et Tropiques lo presenta saliendo para su aldea
de San Tôm, descalzo, con sombrero montañés, amplia sonrisa, tirando de su
caballo de carga. Un pobre poblado es el que le ha tocado en suerte, aldea de
neófitos kmhmu’ cuya instrucción se había podido seguir con regularidad.
Las
reflexiones de Miguel sobre esto, anotadas en el diario de la misión, dejaban
patente sus sufrimientos de mi-sionero, pero también su gran espíritu de fe,
con ese tinte de humor, que era uno de los rasgos interesantes de su carácter.
Él simplemente está ahí; se hace todo a todos.
Ir a los más pobres y el martirio: anhelo
del misionero
El Padre
Joseph Pillain, o.m.i., que fue misionero en Laos durante más de doce años, nos
da un testimonio más general referente a Miguel y a algunos misioneros más:
“Todos eran misioneros admirables, dispuesto a cualquier sacrificio, viviendo
pobremente, en una entrega sin límites. En aquella época tempestuosa teníamos
todos, en mayor o menor grado, el deseo
del martirio, de dar nuestra vida por Cristo. No teníamos miedo de arriesgar
nuestra vida y de aventurarnos en las zonas consideradas peligrosas. El equipo
misionero de Laos estaba profundamente hermanado entre sí, y muy unidos a su
obispo. Todos teníamos el anhelo de ir a los más pobres, visitar las aldeas,
curar a los enfermos, y, sobre todo, anunciar el Evangelio”.
Miguel no
descarga el peso de sus dificultades sobre aquellos a quienes está encargado de
evangelizar. Un testi-go de aquella época, que era entonces un niño en una
aldea kmhm’ a quien ayudaba el Padre Coquelet, lo retrata así: “Nos enseñaba el
catecismo. Después nos daba caramelos. Le ayudábamos en el huerto o acarreando agua. Vivía en la iglesia pues no disponía
más que de un solo edificio dividido en dos: de un lado la iglesia, en el otro
la vivienda del Padre. Recuerdo que recorría el pueblo rezando, con el libro.
Tenía una sotana negra y un crucifijo grande. Al verlo, la gente quedaba
tranquila: había expulsado los malos espíritus. Era tranquilo, no era exigente
ni gritaba como otros Padres. Prestaba fácilmente su caballo”.
Otro
testigo evoca, con una mirada luminosa, al sacerdote muy querido de su infancia,
y relata una pequeña anécdota que retrata muy bien el carácter de este hombre:
“Cuando yo era muy pequeño, el Padre Coquelet venía a mi pueblo y se hospedaba
en nuestra casa. Los domingos venía a celebrar la misa. Me acuerdo muy bien. No
había ningún camino para llegar al pueblo, venía con el caballo. Hablaba
kmhmu’. Después de misa nos daba
carame-los. Un día, cuando yo tendría unos cinco años, me habían picado los
insectos en el pie y no podía caminar. Yo miraba sus sandalias y me las dio. Se
marchó descalzo”.
En 1961 el
Padre Michel Coquelet residía en Phôn Pheng, pueblo cristiano a trasmano, en la
provincia de Xieng Khouang. Se ocupaba de un sector muy vasto al pie de la
imponente montaña de Phou Xao. Según un testimonio, los Padres habían sido
denunciados como espías por los habitantes de las aldeas no cristianas, por
envidia, al constatar el progreso realizado por la influencia de la misión.
Como el resto de los misioneros de la región, el Padre Coquelet llevaba
entonces barba para ser identificado como misionero y no como un americano.
Seguir a Cristo hasta el final
El 16 de
abril de 1961 Miguel celebra el 2º Domingo de Pascua con su comunidad
cristiana. El lunes 17 sale para hacer una gira: lo llamaron para atender a un
herido en Ban Nam Pan. El jueves 20 de abril tenía que regresar a casa, en
bici. Aún ignoraba lo que le había ocurrido dos días antes a su compañero y
amigo el P. Luis Leroy, en otro sector de aquella misma región. Algunos
testimonios nos permiten precisar los acontecimientos que rodean esa salida. He
aquí el primero:
“Mi padre
estaba gravemente herido en una pierna; le había disparado la guerrilla.
Llamamos al P. Coquelet, que vino para curarlo. En mi pueblo no había ni
iglesia ni residencia para el sacerdote; así pues se hospedó en nuestra casa y
quedó allí algunos días. Pero la herida de mi padre era muy grave y tuvo que
ser operado después. Mien-tras estaba en nuestra casa vino a llamarlo el
catequista de Houey Nhèng: otro enfermo lo necesitaba con urgen-cia.
Inmediatamente el Padre Coquelet agarró su bici para ir a su casa. Dos o tres
días más tarde volvieron, insis-tiendo que tenían verdadera necesidad de él con
toda urgencia. Así pues salió de nuestra casa pero ¡no llegó allá! La gente de
mi pueblo comenzaron a buscarlo por todas partes sin encontrar rastro de él.
Después alguien declaró que había visto a unos soldados entre Nam Pane y Houey
Nhèng que agarraron su bici y la cargaron en un camión militar. Se excavó en el
lugar indicado y Boun Ma golpeó con su azada la cabeza del Padre”.
Un segundo
testigo que se informó por su cuenta, relata el diálogo decisivo. No lejos de
Xieng Khong Miguel fue arrestado por la guerrilla. Los soldados le decían: “Tu
superior te manda que regreses a Xieng Khouang”. Miguel replica: “No es verdad. Mi superior me
lo hubiera dicho de otro modo, pues hay mucha gente que va y viene a Xieng
Khouang”. Entonces los soldados lo llevaron a la antigua carretera francesa en
dirección a Ban Sop Xieng. Un poco separado de la carretera, le mandan que
excave su tumba. Miguel lanza a lo lejos una llamada. Por Cris-to, por los
laosianos, muere de pie, sin miedo. El Padre Miguel Coquelet fue asesinado sin
proceso alguno, sin piedad. Reiteramos: aún no tenía 30 años. Desde entonces su
sangre fecunda la tierra laosiana.
Algunos
años después, al leer el diario («Codex historicus») de la estación misionera
de Sam Tôm, escrito por el propio Miguel los años 1958-1959, el P. Jean Subra,
su compañero, escribe:
“Con
emoción, una emoción profunda, he comprendido por ese texto la dureza del
apostolado que Miguel Coque-let experimentó en Sam Tôm, por muchos meses, hasta dos meses antes del sacrificio de su
vida, aceptándolo todo generosamente para ‘permanecer in situ’, al lado de los
kmhmu’ que se le habían confiado. Si algún día al-guien quiere demostrar cómo un misionero oblato ha
sido un apóstol como Dios manda, que lea ese Codex historicus. Yo no salgo de
mi admiración, maravillado del espíritu
de servicio de Miguel a favor de esos kmhmu’”.
Entresacado y traducido por el P. Joaquín Martínez Vega del original francés escrito por el Postulador diocesano de la Causa de Canonización,
P. Roland Jacques OMI (en la foto).
No hay comentarios:
Publicar un comentario