Hace 18 años, el 3 de diciembre de
1995, primer domingo de Adviento y memoria litúrgica de S. Francisco Javier, el
Patrono de las Misiones, el papa Juan Pablo II inscribía en el Catálogo de los
Santos a San Eugenio de Mazenod. En la homilía presentaba al nuevo Santo como “el
hombre de Adviento”. A mí me llena más
considerarlo como el gran misionero, que,
sin desatender su diócesis de Marsella, cultivaba en su corazón, “grande como el mundo”, el desvelo “por todas las Iglesias”, como S. Pablo, en los cuatro continentes a donde ya había enviado a sus hijos espirituales,
los Misioneros Oblatos de María Inmaculada. “Apasionado por Jesucristo e incondicional
de la Iglesia” lo definió Pablo VI
durante su beatificación el 19 de noviembre de 1975, Domingo Mundial de
las Misiones (Domund). “¡Señores, he
visto a Pablo!” dijo de él otro Obispo
contemporáneo suyo, tras un coloquio privado con él. Pablo, Javier, Eugenio… tres gigantes de la evangelización.
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