viernes, 6 de marzo de 2015

El Sahara, algo más que un recuerdo




 Mons. Mario León Dorado, o.m.i. (en la foto), Prefecto del Sáhara Occidental, de paso por Roma con ocasión de la "visita ad límina" de la CERNA (Conferencia Episcopal de la Región del Norte de África), me reiteró con insistencia lo que ya me había solicitado por escrito: que escribiera mi experiencia en el Sáhara, pues andan recogiendo los testimonios de todos los Oblatos que misionaron en ese Territorio antes de que mueran. De hecho, algunos de los  testigos más valiosos ya no pueden testificar, como es el caso de Mons. Félix Erviti, primer Prelado de esa Prefectura Apostólica que dirigió durante 40 años, y Mons. Acacio Valbuena, su inmediato sucesor. Otros muchos Padres y Hermanos Oblatos que por allí pasaron también han sido llamados ya por el Dueño de la viña a la Casa del Padre.

Mi estancia en esa Prefectura fue muy breve y puntual. Si tienes tiempo y humor, puedes leerla…




El Sáhara, algo más que un recuerdo

Preliminares

El Prefecto Apostólico del Sáhara, Mario León Dorado, me ha pedido que escriba mi experiencia del Sáhara, porque quieren mandar a la posteridad la historia la labor de los Oblatos en el Sáhara.
Mi misión o envío al Sahara Occidental fue un hecho puntual, una decisión totalmente inesperada,  de emergencia. Pedro Antonio Pérez Rueda y Serviliano Riaño González, profesores de religión en el Instituto de Enseñanza Media en Villa Cisneros (Dajla) habían regresado a la Península para ampliar estudios. Comenzaba el curso 1973-74  y esa plaza estaba sin cubrir. Mons. Félix Erviti Barcelona, Prefecto del Sáhara, instó al Provincial de los Oblatos de España, Francisco Martín Rodríguez, a que le enviase con urgencia al menos un Oblato para llenar esa laguna. El Provincial le respondió que no enviaría a nadie a esa misión (no le parecía oblata esa pastoral); pero que si él sabía de alguien que se ofreciera voluntario, le pondría luz verde. Ante esta alternativa Mons. Erviti se desplazó inmediatamente a Madrid con el fin de convencer a algunos posibles candidatos entre sus “amigos”.



El Provincial acogió al Prefecto en Pozuelo, donde yo residía por entonces con director de la casa de espiritualidad Emaús). Ambos salieron en coche, de mañana,  para el Juniorado de El Abrojo (Laguna de Duero, Valladolid) para “reclutar” al P. Ramiro Díaz, entonces ecónomo y profesor en esa escuela apostólica. La comunidad en bloque se opuso a que saliera Ramiro, pues era insustituible  en esa casa. Francisco García Pintado se ofreció voluntario; pero, como ya iba a empezar el nuevo curso y estaban distribuidas todas las clases, se negaron a cederlo, a pesar de que el Provincial les prometió que me destinaría a mí para suplirle. Primer intento fallido.
De allí salieron inmediatamente con dirección a Teverga, Asturias, con miras a convencer al P. Rafael Álvarez Muñiz. Aún no habían llegado a la carretera nacional cuando Mons. Erviti dijo: “Yo estoy seguro que Rafael iría con gusto; pero ¿y si la comunidad se opone también allí? Me dijiste que Joaquín estaba dispuesto a ir donde lo mandases. ¿Aceptaría ir al Sáhara?” “¡Supongo que sí!” “Pues gira a la derecha y volvamos  a Pozuelo”. Mi gran sorpresa fue verlos de regreso el mismo día de su salida.
Todo esto lo sé por testimonio directo del P. Francisco Martín, quien me previno sobre el objetivo del repentino regreso. Mons. Erviti venía a convencerme a que fuera yo al Sáhara. “¿Qué piensas?” Yo le respondí: “Que piensas tú? Ya sabes que yo no te voté para Provincial, todo lo contrario; pero ahora eres mi Superior mayor y yo hice un voto de obediencia.  Así que…” Me dijo que él era muy amigo de Mons. Erviti y éste era el primer favor que le pedía y no quería contrariarlo, que si fuera yo al menos por un año… “¡No se hable más!” Así, por la vía rápida, fui parachutado al Sáhara Occidental.
Yo deseaba haber ido como misionero a África y, para ello, sondeé a dos obispos oblatos oblatos que conocía: a Mons. Plumey (Camerún) y a Mons. Toussaint (Congo). Ambos pasaron mi carta a sendos provinciales y éstos me aceptaban con sumo gusto. Al mundo animista sí, pero a misionar entre musulmanes ni lo había pensado ni me apetecía.


Iglesia de Dakjla, ábside por fuera

Hostilidad ambiental

Despegué de Madrid e hice una escala de dos días en El Aaiún para poder hablar con Mons. Erviti, a quien le aseguré mi total disponibilidad y obediencia, dado que era mi superior por doble partida: religiosa y eclesiásticamente. De allí me enviaron a Villa  Cisneros (hou Dakjla), donde me esperaba el P. Ángel Fernández, único oblato presente en la plaza.
Casi no había abierto la maleta y ya me presentó al Director del Instituto (un canario) para comenzar de inmediato las clases. 
Me encontré con un clima políticamente convulso (ya comenzaba a mover el Polisario) y  un ambiente académicamente hostil. Uno de aquellos dos oblatos, muy querido por los alumnos, que había abandonado Villa Cisneros, les escribió una carta diciéndoles que no volvería más a ese “pueblín matacuras”. ¿Qué había pasado? Habían surgido ciertas tensiones contra la Misión Católica y un grupo de de profesores “no me perdonaban que yo me hiciera carne y uña con el P. Ángel” (palabras del segundo Director, vasco), a quien algunos deseaban lincharlo por haber intervenido directamente (viajando a Madrid) para defender los derechos de dos profesoras injustamente expulsadas por la Dirección del Instituto. Este nuevo Director estaba alarmado y me aseguraba que si lo pudieran matar impunemente, lo harían.
Yo, ajeno a todo eso, me entregué en cuerpo y alma a una triple labor: como docente en el Instituto, ministerio en la Parroquia y la acogida de huéspedes en la residencia de la Misión. Era ésta prácticamente el único albergue para los no funcionarios ni saharauis residentes o de paso. Había sido construida para dar Cursillos de Cristiandad; pero éstos se celebraban sólo en El Aaiún, y por eso estaba vacía.
A pesar de esa hostilidad, yo me encontré muy a gusto con los fieles, ajeno a esas intrigas. Fui muy bien acogido por los saharauis, sobre todo los jóvenes, a quienes encontraba cada día en el centro escolar y en la Misión Católica, donde se sentían acogidos y como en su propia casa. Un saharaui, el profesor de Corán y Arabía en el Instituto, era mi mejor amigo y siempre se confiaba a mí cuando no entendía alguna cosa del claustro de profesores.


Dakjla, ábside por dentro 

Ángel, un cura emprendedor y deportista

El P. Ángel Fernández, único compañero de comunidad, llevaba en el Territorio 16 años. Era muy conocido y conocía a todo el mundo, te daba pelos y señales tanto de los españoles como de los saharauis. Acompañaba al grupo de cursillistas, muy numerosos en otro tiempo, pero mermados cuando yo llegué. Emprendedor y deportista, entrenaba a varios equipos de balón mano y baloncesto. De los seis u ocho equipos que había en la plaza, excepto dos (uno de la OJE, todos saharauis, y el otro de tropa, todos españoles), todos los dirigía él. Excepto el equipo femenino de baloncesto, todos los equipos masculinos de la Misión eran mixtos: españoles y saharauis. En ese ambiente y con el fin de fomentar la amistad y convivencia entre la juventud española y saharaui, fundó un Club Cultural Deportivo Estudiantes, cuyos estatutos, bloqueados en El Aaiún, nunca llegaron a Madrid para su aprobación. ¿Motivo? ¡Cómo presentar una institución no gubernamental que abarcaba prácticamente a toda la juventud de la Villa! Y todos los fondos que el Gobierno enviaba para la juventud enrolada, en teoría, en las filas de la OJE, ¿a dónde iban a parar?
El Club, a la espera de aprobación gubernamental, tenía como sede el salón parroquial y funcionaba de maravilla. Tenía incluso un modesto bar atendido por un joven saharaui, Mamadu, en el que, lógicamente, no se servían bebidas alcohólicas por respeto a los nativos. El Instituto y el salón de la Misión Católica eran los dos únicos lugares donde se podían encontrarse y convivir en plena armonía españoles y saharauis. Estos últimos, sólo varones.
Había entonces en Dakjla una o dos discotecas nada recomendables. Los jóvenes se sentían atraídos por esos centros de corrupción. Para ofrecerles una alternativa sana, el P. Ángel decidió ofrecer baile en el salón, sólo un par de horas, las tardes del sábado y del domingo. Puertas abiertas a los adultos, sobre todo a los padres españoles. También nosotros, los sacerdotes, entrábamos con normalidad para tomar un refresco en la barra o para chalar con los muchachos. Pero las chicas eran todas españolas. ¡Aquí estalló la bomba! ¡Cómo iban a permitir los oficiales que sus hijas bailaran con saharauis! Dicho sea de paso, yo había vivido en otros países y por doquiera me sentí orgulloso de ser español. Allí comencé a tener vergüenza de mi nacionalidad, por esa discriminación un tanto racista por parte de los dirigentes. 
La víspera de las vacaciones navideñas las autoridades asestaron el golpe mortal. Cuando regresé del Instituto a la Misión, el P. Ángel me explicó lo ocurrido aquella mañana: un soldado vino a entregarle un escrito oficial en el que se le hacía saber que la autoridad competente había decretado el cierre del Club Cultural y Deportivo Estudiantes hasta que no llegase la aprobación de sus Estatutos.
Ángel reaccionó de inmediato: intentan bloquear el encuentro entre jóvenes durante las vacaciones. Cerrado  el Instituto, los españoles pueden acudir, conforme a la “categoría” de sus padres, a la residencia de oficiales, a la de suboficiales o a otro centro civil de pescadores y obreros; pero los saharauis no tienen a dónde ir. ¡Qué se aburran y se mueran de asco!
No lo pensó dos veces: a mediodía se cierran las oficinas y no funcionarían durante el período vacacional, no podemos llamar a El Aaiún. ¡Hay que actuar enseguida! Contestó con otro documento redactado a toda prisa con el cual acusaba recibo del escrito de la autoridad española de la localidad; pero hacía saber a la autoridad competente que a partir de ese momento el salón parroquial quedaba abierto para todas las actividades pastorales que él, en calidad de Superior de la Misión y Párroco de la Virgen del Carmen, juzgara conveniente. Firma, sella y a un monaguillo: “¡Vete corriendo y entrega esta carta antes de que cierren!”

Declaración de guerra

Era la declaración de guerra. El listón de la hostilidad contra la Misión y los Oblatos subiría a alturas insospechadas, hasta tal punto que día y noche dos soldados montaban guardia para controlar a toda persona que osara poner los pies en nuestra casa. El Coronel Mariñas, máxima autoridad militar de la plaza, llegó incluso a recordar al Capitán legionario Almazán, cursillista y buen amigo, que no era bien visto que se visitase a los Padres de la Misión. El Capitán se le cuadró y le dijo: “Mi Coronel, los Jefes me los imponen ustedes; pero mis amigos los elijo yo”. Desgraciadamente no se podía exigir ese valor a todos los feligreses. Intentaban condenarnos al ostracismo.

Precipitación de los acontecimientos

Días antes, el 20 de diciembre de 1973, como todo el mundo sabe, tuvo lugar el atentado de ETA contra Carrero Blanco, Jefe el Gobierno de España, siendo Jefe de Estado Francisco Franco.
Entre la oficialía de Villa había una subterránea pero fuerte oposición a la Iglesia. Al Papa nunca lo denominaban Pablo VI, sino Montini, dolidos por el famoso telegrama que este Cardenal, siendo Arzobispo de Milán, y en nombre de los alumnos de la Universidad Católica del Sagrado Corazón, había enviado a Franco suplicándole clemencia a favor de un condenado a muerte.
Recordemos, en fin, los gritos contra el Cardenal Arzobispo de Madrid y Presidente de la CEE en el funeral del Almirante Carrero: “Tarancón al paredón!”
Para las autoridades, en Villa Cisneros, la Iglesia éramos nosotros, los curas de la Misión. Yo mismo recibí alguna carta anónima en la que me llamaban Tarancón.
Jóvenes reaccionarios, hijos de oficiales militares, nos arrancaban los posters litúrgicos que Ángel ponía en la entrada de la Iglesia.
En ese clima tan revuelto teníamos que celebrar la Misa del Gallo. Iban a asistir casi todos los españoles, amigos y enemigos de la Misión. De hecho el templo se llenó hasta la bandera. Pero, en ese clima, ¿qué homilía se podría predicar? Ángel me dijo que el Cardenal Tarancón había escrito una carta publicada en la revista Ecclesia, titulada “Los caminos por donde viene y por dónde no viene Dios”.  Era muy oportuna y valiente; pero un poco larga. Ángel se encargó de entresacar algunos párrafos, que podían aplicarse perfectamente a la situación que estábamos viviendo allí. Me echó el toro, me empujó a que celebrase yo solo Misa de Medianoche y el celebraría la del día de Navidad por la mañana. Se quedó viendo los toros desde la barrera,  en el confesionario, durante la Misa.
En la asamblea había mucha expectación. Apenas comencé a leer el escrito del Cardenal, el hijo de un Comandante gritó: “¡Cállate! ¿No basta lo de Madrid?” Yo no sabía cómo reaccionar. Tras un breve tenso silencio proseguí la lectura.
Al final de la Misa, como en la corrida de toros, división de opiniones: unos en la calle, arropando a las autoridades, exigían a voz en grito que me expulsaran del Sáhara. Otros, los menos, indignados, entraron a la casa de la Misión diciendo que era la primera vez que allí se increpaba al sacerdote en la iglesia y que, si en lugar de ser el hijo de un oficial, hubiera sido otro cualquiera, las autoridades militares no lo dejarían hacer noche en el Territorio.
En días sucesivos, el padre del joven increpante comenzó a venir a Misa a diario y se me plantaba de pie ante el ambón en actitud desafiante. A partir de ese momento yo no era capaz de hacer homilía. Leía textos del Papa, por si me denunciaban. Un domingo no pude más y exploté mostrando lo papeles y diciendo a la asamblea que era la primera vez en mis años de sacerdote que me veía obligado a leer la homilía, y que además ésta no era mía, sino del Papa. ¿Estamos celebrando o profanando el Sacramento de la Unidad de los cristianos?  Aquello cayó como una bomba y las máximas autoridades militares, siempre en el primer banco, bajaban la cabeza hasta las rodillas. Al momento de dar la paz, pedí perdón al que me había increpado y dije que, si estaba presente, le invitaba a abrazarnos para hacer las paces. Lo hizo, pero ¡ojalá nunca se me hubiera ocurrido! El remedio fue peor que la enfermedad. ¡Qué comentarios me llegaban! Nunca he orado y llorado tanto por la noche ante el Sagrario, diciendo: “Señor, ¿qué quieres que haga? “¿Me quedo o me voy?”

Monseñor entra por fin en escena

Como hijo de obediencia, no podía decidir por mi cuenta. Escribí a Mons. Erviti exponiéndole lo que estaba pasando y que, si yo era la causa de aquella situación insostenible, estaba dispuesto a irme inmediatamente para que se restableciera la paz. No hubo respuesta ni reacción hasta el día en que le llegó una denuncia del Capitán General de Canarias (de quien dependía el Sáhara) instándole a que expulsara de la Misión a un cura llamado “Agustín”. Le respondió que no había ningún sacerdote en la Prefectura con ese nombre; pero rápidamente se presentó en Villa Cisneros, sin previo aviso, para tener información de primera mano y saber qué responderle.
Yo esa mañana, ajeno a todo, seguía en el Instituto con mis clases de Religión. El P. Ángel estaba aclarándole la situación cuando en esto entra en la misión, un tanto alegre y locuaz bajo los efectos del líquido etílico, un suboficial, paisano y amigo del P. Ángel, pidiéndole a gritos una copa. Se quedó de piedra al toparse con el Prefecto Apostólico. “¡Hombre, llegas en el momento oportuno! Dile a Monseñor lo del acoso y vigilancia de la Misión”. Era a él a quien le habían encomendado ese cometido. “In vino veritas”, decían los latinos. Habló sin pelos en la lengua y Monseñor, muy indignado, decía que esto no podía quedar así, que ahora podría responder al Capitán General, etc.

Situación muy incómoda

Yo proseguí mi labor docente y pastoral, consciente de que mi presencia allí no era grata para algunos.
Terminados los exámenes de fin de curso, estaba preparando mi maleta, cuando un día, al finalizar la celebración de la Eucaristía, pasó a la sacristía un feligrés, muy religioso, para encargar unas Misas por sus padres.  “Padre Joaquín, ¿es verdad que usted se va?” “¡Pasado mañana!”. “Pero volverá, ¿no?” “Sí, la espalda”. Entonces, en tono solemne me dijo: “Usted, Padre, está muy equivocado. La gente le quiere y admira. Al P. Ángel lo valoran por el deporte y su labor con los jóvenes; pero a usted lo admiran y lo quieren como sacerdote”.  Yo le repliqué que si había cristianos convencidos en Villa Cisneros, tenían todos un nombre común: Nicodemo. No se atrevían a dar la cara.  Este señor era uno de los dos policías secretas, el jefe, que apenas tenían gran campo de acción en un territorio militarizado, pero que eran quienes mejor conocían la situación.
Aquí podría concluir el relato de mi breve pero fuerte experiencia de mi paso por el Sáhara. Algunos de mis hermanos oblatos, años más tarde, comentaban que, de todos los oblatos que habíamos estado en el Sáhara, había dos que estaban muy marcados por esa estancia: el P. Alejandro Tacoronte y yo. Del primero lo comprendían, pues estuvo varios años; pero yo que estuve sólo uno… Sólo uno, pero fue muy intenso.

Evaluación personal

Como valoración global de la presencia de los Misioneros Oblatos en el Sáhara, a bote pronto, me vienen a la mente algunas constataciones:

1ª Afecto de los fieles españoles.

Durante el período de la presencia de los españoles, se hizo con éstos una labor pastoral muy valiosa, mediante el ministerio ordinario, las clases de Religión, la catequesis, encuentros y reuniones de grupo…Pero sobre todo con métodos más excepcionales, como por ejemplo los Cursillos de Cristiandad. Para avalar esta afirmación, una anécdota: en los años 90, siendo Provincial, visité a los pocos Oblatos que allí permanecían. Era el resto de Israel: Mons. Acacio Valbuena, el incombustible y tan querido P. Camilo González Riaño, el P. Enrico D’Onofrio italiano) y, por poco tiempo, el P. Loïq Mégret (francés). Aprovechando esa visita, como tenía que hacer escala en Las Palmas de Gran Canaria, me instaron a que tomase parte, como representante de los religiosos, en una Mariápolis, un encuentro-convivencia de varios días organizado por el Movimiento de los Focolares. Cuando me presentaron como Oblato, acudieron a mí varias personas adultas que me preguntaban si conocía a Mons. Erviti y a diversos padres que estaban o habían estado en el Sáhara. Se hacían lenguas de ellos. Eran antiguos “colonos” del Territorio vecino que estaban marcados por la labor pastoral de los Oblatos. Los recordaban emocionados y agradecidos. 
(N.B. Actualmente, los feligreses, más que españoles, son casi todos miembros de la ONU)

2ª Respeto y cariño de los saharauis

Tras la tristemente célebre Marcha Verde, la salida fulminante de los españoles y la precipitada ocupación de los marroquíes, muchos saharauis, sobre todo jóvenes,  huyeron a Tinduf y comenzaron la guerra de guerrillas. Pues bien, los cabecillas le dijeron a Mons. Erviti que si un día atacaban El Aaiún, que los Padres no salieran de la Misión, que era el lugar más seguro para ellos, que podían ser atacadas  y derrumbarse muchas casas; pero que a la Misión Católica no la atacarían jamás.
¿Explicación de esta actitud? El Beato José Gérard, apóstol de Lesoto, tan querido de los basutos, hablando desde su propia experiencia misionera, decía que el secreto para ser amado era amar a todos. Y los saharauis sabían que los Oblatos los amaban, aunque no fueran cristianos ni los misioneros pretendieran que se hicieran.
Obras son amores. Por ejemplo, a la llegada de los Oblatos sólo e impartía en las escuelas del Territorio enseñanza primaria, de la que se beneficiaban españoles y nativos. Pero al llegar a bachillerato, los primeros salían para las Islas Afortunadas o para la Península para proseguir los estudios, mientras que los segundos quedaban varados en las arenas del desierto.
En  esa situación, Mons. Erviti removió Roma con Santiago (léase Madrid y El Aaiún) para erigir dos Institutos de Enseñanza Media: el de El Aaiún y el de Villa Cisneros. Al principio, a falta de personal civil, el propio Erviti fue nombrado Director de los dos centros y después él, a su vez,  nombró Subdirector o Subdirectora para el de Villa. Al principio, los Oblatos tuvieron que hacerse cargo de varias asignaturas, pero una vez que hubo suficiente profesorado civil, se limitaron a las clases de Religión, confiando la clase de Corán y Arabía a profesores musulmanes nativos. Los jóvenes de entonces, hoy adultos, saben que si pudieron cursar estudios superiores, directa o indirectamente, se lo deben a los Oblatos. (El P. Rafael Álvarez, en la foto, un testigo excepcional)


3ª  Diálogo interreligioso

Personalmente viví algunas experiencias interreligiosas de comunión de alma inolvidables con algún verdadero creyente musulmán. Entre esos adultos uadelín  (hijos de las nubes) había auténticos místicos. Por entonces yo decía que estaba dispuesto a quedarme en el Sáhara, incluso tras la salida del gobierno y ejército de España, para ayudar a los jóvenes saharauis, que se decían musulmanes por nacimiento, a serlo de verdad. Me decían, por ejemplo, que creer en Dios sí; pero eso de rezar en plena calle o no poder beber alcohol o comer jalufo (carne de cerdo), no les parecía bien, pues no comprendían por qué el P. Ángel o Joaquín podían comer jamón y, como eran cristianos,  no pecaban;  en cambio a ellos, porque eran musulmanes, les estaba prohibido.  “Si es el mismo y único Dios, ¿cómo puede haber dos leyes distintas, una para los cristianos y otra para los musulmanes?” Corrían el riesgo de tirar el niño con el agua sucia.
Joaquín Martínez Vega, o.m.i.

Mons. Valbuena con los PP. Camilo y Loïq (arriba) 
y Enrico y Camilo (debajo)



Mario León Dorado (español) y Valerio Eko (congoleño) 
aseguran hoy la presencia de la Iglesia en el Sáhara

Pero los feligreses que acuden a Misa a la iglesia-misión de El Aaiún
ya no llenan el templo como ocrría en tiempo de los españoles. 
Son un reducido número internacional de católicos de la ONU.


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