En el mes de Enero, del
18 al 25, se celebra la “Semana de oración por la Unidad de los Cristianos”: “Que
todos sean Uno para que el mundo crea…” podría ser el Testamento de Jesús. Desde
hace varios años las diversas Iglesias cristianas, interpeladas por esa última
voluntad del Hijo de Dios mientras vivió en la tierra, han iniciado un diálogo
ecuménico que quiere ser un camino hacia la Unidad de todos los cristianos.
Este año proponen como lema la petición de Jesús a la mujer samaritana en el
brocal del pozo de Jacob.
La Obra de María (Movimiento
de los Focolares) por su parte, presenta una frase del Evangelio para vivir
cada mes. Se le llama Palabra de Vida. Como se viene haciendo desde el tiempo de su
fundadora, Chiara Lubich, para el mes de Enero se asume el lema o frase bíblica
de la Semana Ecuménica. Este año es esta: “Dame de
beber”. El P. Fabio Ciardi, Misionero Oblato de María Inmaculada, será ahora
el comentarista. Ver su comentario:
Jesús deja la región de
Judea en dirección a Galilea. El camino lo lleva a cruzar Samaría. A mitad de
jornada, a pleno sol, cansado por el camino, se sienta en el pozo que el
patriarca Jacob había hecho 700 años atrás. Tiene sed, pero no tiene cubo para
sacar agua. El pozo es hondo, 35 metros, como se puede ver aún en nuestros
días.
Sus discípulos han ido
al pueblo a comprar algo de comer. Jesús se ha quedado solo. Llega una mujer
con un cántaro, y él, sencillamente, le pide de beber. Es una petición que va
contra las usanzas de la época: un hombre no se dirige directamente a una
mujer, y menos si es una desconocida. Además, entre judíos y samaritanos hay
divisiones y prejuicios religiosos: Jesús es judío, y la mujer, samaritana. La
confrontación e incluso el odio entre los dos pueblos tiene raíces profundas,
de origen histórico y político. Y hay una barrera más entre él y ella, de tipo
moral: la samaritana ha tenido varios hombres y vive en situación irregular.
Quizá por eso precisamente no viene a sacar agua con las demás mujeres, por la
mañana o al atardecer, sino a una hora insólita como aquella: a mediodía, para
evitar sus comentarios.
Jesús no se deja
condicionar por ningún tipo de barrera y entabla un diálogo con la extranjera.
Quiere entrar en su corazón, y le pide:
“Dame
de beber”.
Se reserva un regalo
para ella, el regalo de un agua viva: «El que tenga sed, que venga a mí, y beba
el que cree en mí», lo oirán gritar más tarde en el templo de Jerusalén (Jn 7,
37). El agua es esencial para todo tipo de vida, y resulta aún más preciada en
lugares áridos, como Palestina. Lo que Jesús quiere dar es un agua viva, como
símbolo de la revelación de un Dios que es Padre, y es amor, el Espíritu Santo,
la vida divina que Él vino a traer. Todo lo que Él da es vivo y para la vida:
Él mismo es el pan vivo (cf. 6, 51ss.), es la Palabra que da la vida (cf. 5,
25), es simplemente la Vida (cf. 11, 25-26). En la cruz –dice también Juan, que
fue testigo de ello– cuando uno de los soldados le traspasó el costado con la
lanza, «al punto salió sangre y agua» (19, 34): es el don extremo y total de sí
mismo.
Pero Jesús no impone.
Ni siquiera reprende a la mujer por su convivencia irregular. Él, que todo lo
puede dar, pide, porque en verdad necesita que ella le dé:
“Dame
de beber”.
Pide porque está
cansado, tiene sed. Él, el Señor de la vida, se hace mendigo, sin esconder su
humanidad real.
También pide porque
sabe que si la otra da, podrá abrirse más fácilmente y disponerse a acoger a su
vez.
Esta petición da lugar
a un coloquio a base de argumentos, equívocos y pensamientos profundos, al
término del cual Jesús puede revelar su identidad. El diálogo ha derribado las
barreras defensivas y ha llevado a descubrir la verdad, el agua que Él ha venido
a traer. La mujer deja lo más preciado que tiene en ese momento, su cántaro,
porque ha encontrado otra riqueza, y corre a la ciudad para iniciar, a su vez,
un diálogo con los vecinos. Tampoco ella impone, sino que relata lo ocurrido,
comunica su experiencia y plantea un interrogante sobre la persona que ha
conocido y que le ha pedido:
“Dame
de beber”.
En esta página del
Evangelio me parece captar una enseñanza para el diálogo ecuménico, cuya
urgencia se nos recuerda cada año en este mes. La «Semana de oración por la
unidad de los cristianos» nos lleva a tomar conciencia de la división
escandalosa entre las Iglesias, que se mantiene desde hace demasiados años, y
nos invita a acelerar los tiempos de una comunión profunda que traspase
cualquier barrera, igual que Jesús superó las fracturas entre judíos y
samaritanos.
La falta de unidad
entre los cristianos es solo una de tantas faltas de unidad que nos desgarran
en todo tipo de ámbitos, alimentadas por malentendidos, confrontaciones en la
familia o en la comunidad de vecinos, tensiones en la oficina, rencor hacia los
inmigrantes. Las barreras que en muchos casos nos dividen pueden ser de tipo
social, político, religioso o simplemente fruto de distintas costumbres
culturales que no sabemos aceptar. Son estas las que desencadenan los
conflictos entre naciones y etnias, pero también hostilidad en el barrio. ¿No
podríamos, como Jesús, abrirnos al otro por encima de diferencias y prejuicios?
¿Por qué no escuchar, independientemente de cómo se formule, una demanda de
comprensión, de ayuda, de un poco de atención? En quien es de un bando
contrario o de distinta extracción cultural, religiosa o social, también se
esconde un Jesús que se dirige a nosotros y nos pide:
“Dame
de beber”.
Me viene a la mente
otra palabra similar de Jesús, que pronunció en la cruz y que también recoge el
Evangelio de Juan: «Tengo sed» (19, 28). Es la necesidad primordial, expresión
de cualquier otra necesidad. En toda persona necesitada, desempleada, sola,
extranjera, aunque sea de otro credo o convicción religiosa, aunque sea hostil,
podemos reconocer a Jesús, que nos dice: «Tengo sed», y que nos pide: «Dame de
beber». Basta con ofrecer un vaso de agua, dice el Evangelio, para obtener una
recompensa (cf. Mt 10, 42), para entablar el diálogo que recompone la
fraternidad.
También nosotros, por
nuestra parte, podemos expresar nuestras necesidades sin avergonzarnos de
«tener sed», y pedir a nuestra vez: «Dame de beber». Así podrá iniciarse un
diálogo sincero y una comunión concreta sin miedo de la diversidad, de
exponernos a compartir lo que pensamos ni de acoger lo que el otro piensa.
Podremos aprovechar, sobre todo, el potencial de quien tenemos enfrente, los
valores que tiene, aunque estén escondidos; como hizo Jesús, que supo reconocer
en la mujer algo que Él no podía hacer: sacar agua.
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